Opinión |
Le Fumoir
Javier Puga Llopis
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Ali

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Ali nació en Rawalpindi (Pakistán), de padres analfabetos. Tiene setentaidós años y lleva más de cincuenta vendiendo periódicos por las calles de Saint-Germain. Lo recorre sin descanso, a lomos de su bicicleta, al grito de "Ça y est, ça y est!!", para a continuación inventarse un titular del día que nos arranca una sonrisa a sus followers, sentados en los cafés. Su trasiego ciclista me hace pensar que, del mismo modo que Bill Cunningham tuvo su -magnífico- documental, Ali también merece el suyo. Su carácter alegre esconde una vida llena de sinsabores y clandestinidad, la de un niño paria surgido de una novela de Kipling cuya historia no está al alcance más que de los grandes de espíritu, pues Ali Akbar -"el más grande", en árabe y urdu, su lengua materna- nunca se resignó. No se resignó a que su padre dejara de pegarle todos los días, aunque fuera huyendo de él en un tren nocturno para el que no tenía billete, ni a dejar de aprender a leer ni a escribir, ni a saber contar para que en la vida le engañaran lo justo, como a todo el mundo. Ali fue pastor de búfalos con diez años, vigilante nocturno, limpió depósitos de combustible en una gasolinera, fue mozo de almacén y camarero en el rol de un mercante, conoció todos los puertos de mar, ahorró todo lo que pudo para mandárselo a su madre y hermanos, que nunca le dieron las gracias por sacarlos de su miseria. La marea caprichosa del destino le llevaría a la costa de Normandía, como un soldado del Desembarco, y luego a París, vía Ruán, con apenas veinte años. Antes de ser famoso en Saint-Germain, fregó platos sin papeles, fue encañonado por un pervertido que le dio aventón en una autopista y luego se lo quiso cobrar en especie, durmió sobre un metro de nieve el duro invierno del 72 en los Campos Elíseos, o entre ratones bajo tierra en una cava húmeda de un edificio junto al río. Ha trabajado 15 horas al día durante décadas, pero nunca ha perdido el humor, ni la generosidad, ni las ganas de aprender, ni, lo más importante, las de vivir, pese a que las cartas le dieron bastos al nacer. Cuando prosperó, esta vida que ama pero que a menudo le ha maltratado le mostró lo peor del género humano y esa falta de gratitud de sus seres más próximos, la única herida por la que sangra. Pero el karma hizo que otros, desconocidos, acudieran a su rescate, y esa solidaridad que hoy escasea la cuenta como el que ha visto un milagro con sus ojos. Contra todo pronóstico, la constancia en su venta de periódicos à la criée, un oficio en extinción a treintaitrés céntimos el ejemplar, día tras día durante cinco decenios, no le ha llevado a la alienación por el trabajo, sino a la celebridad en una villa de la que tiene su Medalla de oro, en un barrio donde todo el mundo le conoce, le quiere, y le llama por su nombre. La tarde antes de irme, una de esas que te arreglan inesperadamente un día horrible, Ali se sentó a tomar un café conmigo en una terraza y me dio una lección de vida sin yo pedirlo, pues contándome la suya puso una lupa en la insignificancia de mis problemas de pequeño burgués. Me recordaba divertido, como si lo estuviera viendo en directo, cómo él fue el primero en enterarse que Mitterrand tenía una amante, al verlo bouche à bouche con Anne Pingeot ya de anochecida, o cómo "Gérard" -Depardieu- aplasta su cuerpo exorbitante contra el suyo fibroso y menudo cada vez que le ve. Un antiguo Primer Ministro ha corrido detrás de él por la rue Bonaparte gritando su nombre como un chiíta en la Ashura para saludarle, y Jane Birkin le compraba "Le Monde" en aquel París que aún pagaba en francos, mientras paseaba a su perro por la rue de Verneuil. Carla Bruni le besó en el Castel y Elton John le invitó a un té en Lipp, aunque Ali no sabía quién era Elton John. Quizá por eso le invitó. Ahí reside su encanto, en esa visión tan abnegada como inocente de la vida. Estando fondeado fuera del puerto de Singapur, dos prostitutas chinas llamaron a la puerta de su camarote, tras haber trepado con tacones y minifalda por la escala de amura del buque con la noche ya cerrada. Él creía que un grupo de piratas había tomado el barco. Temeroso de Alá y de costumbres monacales, su candor de juventud le llevó a decir que no quería "fucky-fucky" y les regaló un cartón de Marlboro de matute por la molestia. Ali ha viajado infinitamente más que muchos de los instagrammers que hoy invaden su barrio; ha posado para Prada y Gucci, el sueño de cualquier influencer, y se han escrito innumerables artículos sobre él, un hombre sin estudios que ya ha publicado tres libros sobre su peripecia vital. Ali, tan ubicuo como fugaz, es un alquimista de la existencia, un hombre que parece huir de algo que probablemente ande buscando, un ciclista eterno que conversa con un Dios que le hace descuento por sus pecadillos, mientras da pedales con el fardo de las noticias del día a cuestas. Todos creen conocerle, pero lo cierto es que sólo unos privilegiados merecen su atención. Cuando, en su subasta diaria, nos topamos con su sonrisa buena y su raído overol, consigue que lo que ya es costumbre parezca siempre azar, y entonces uno se dice que el universo sigue en su sitio, que "Le Monde" ha salido una vez más por la tarde gracias a Ali, y que el mundo sigue dando vueltas mientras hacemos por vivir.