Opinión |
Parece una tontería
Juan Tallón

Juan Tallón

Escritor.

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Poquita cosa

He empezado a quitar trascendencia a algo con lo que hasta bien poco me mostraba implacable: la conveniencia de ser puntual

Una escena de 'El triángulo de la tristeza'.

Una escena de 'El triángulo de la tristeza'. / EPC

Restar importancia a las cosas es una maniobra táctica de enorme utilidad. Conviene dominarla. Es una cuestión de actitud, como otras tantas cosas en la vida, pero también de lenguaje. Dices «no es para tanto», «¿y qué?», incluso simplemente «¿y?», y la realidad queda rebajada al instante, para tu tranquilidad. También puedes encogerte de hombros, o farfullar «pff», e igualmente el tema en cuestión pierde jerarquía. El mundo se reduce a un escenario en el que batallan los que quitan importancia a las cosas y los que le conceden demasiada. Quizá ninguno de los dos lleve razón. 

Solo eres un niño cuando empiezas a restar gravedad a cosas de tu incumbencia. Mi hija tiene nueve años y ya le ha cogido el tranquillo a la operación. Nada le parece terrible: ni ver mucho la tele, ni NO saberse de memoria las tablas de multiplicar, ni siquiera repudiar la Nocilla. La semana pasada se le escurrió una tablet de las manos, cayó al suelo, se rompió el cristal, y en un acto de desdramatización modélico, alegó inmediatamente: «era muy vieja». Pero quién no está en esa carrera, la de que le den igual muchas cosas. Yo mismo he empezado a quitar trascendencia a algo con lo que hasta bien poco me mostraba implacable: la conveniencia de ser puntual. Ahora ya creo en la vida flexible, en la que es tolerable llegar un poco tarde a las citas. El afán por hacer las cosas en el momento oportuno es loable, claro que sí; pero nos corroe, te aboca a una existencia de sinsabores, atormentada, y quizá innecesaria, si esperas que todo ocurra a su hora y no a otra. 

La caída de la importancia admite diferentes grados de maestría y audacia. Me divirtió mucho, en su día, el que se pone en juego en una escena de 'El triángulo de la tristeza', película con la que Ruben Östlund se llevó en 2022 la Palma de Oro en Cannes. Los multimillonarios que toman parte en un exclusivo crucero sufren las incomodidades de una tormenta a la hora de una de las cenas. El yate queda a merced del oleaje mientras los pasajeros tratan de sobrellevar como si nada la situación, pues es una cena importante, la que ofrece el Capitán. En una de las mesas, esa noche coinciden dos parejas, los jóvenes protagonistas, Carl y Yaya, y el veterano matrimonio que forman Clementine y Winston. En un momento dado, Carl se interesa por como se ganan la vida sus acompañantes. Dan cuenta de unas deliciosas ostras acompañadas con caviar negro ruso, cuando Winston explica que tienen un negocio familiar. Lo expresa en un tono compatible con una total falta de importancia, hasta que precisa que «producimos productos de ingeniería de precisión». ¿Qué es eso que fabrican? «Productos que se utilizan para preservar la democracia en todo el mundo», añade, crípticamente. Cuando Carl persevera en saber qué misteriosos y casi modestos productos son esos, Winston no tiene más remedio que aclarar: «Básicamente, nuestro producto más vendido es la granada de mano». Pero lo dice con admirable modestia, reduciendo el hecho al tamaño de la propia granada, en sí misma poquísima cosa.