Opinión | Análisis

Luis Sánchez-Merlo

En el Berlaymont, a buen recaudo

La apuesta que ha hecho Feijóo con el CGPJ es arriesgada si no se ve acompañada de otros pasos para seguir depurando el sistema

Esteban González Pons, vicesecretari del PP; Vera Jourová, vicepresidenta de la Comissió, i Félix Bolaños, ministre de Justícia. | COMISSIÓ EUROPEA

Esteban González Pons, vicesecretari del PP; Vera Jourová, vicepresidenta de la Comissió, i Félix Bolaños, ministre de Justícia. | COMISSIÓ EUROPEA

En la caja fuerte del Berlaymont (sede de la Comisión Europea), la vicepresidenta checa guarda una copia del acuerdo que pone fin al bloqueo del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Esta circunstancia tiene que ver con la insólita asunción —, por la Comisión— de un papel que entraña ser garante del cumplimiento, aun a costa de contraer un riesgo sistémico.

En vísperas del inminente cambio de guardia en las instituciones europeas y del Informe anual de la Comisión sobre el Estado de Derecho, con sombrías perspectivas sobre la salud de la independencia judicial en España, el momento ha debido de parecer propicio para la renovación, al margen de no haberse respetado la transparencia debida, por cuanto la Carta Magna reserva la competencia al Congreso y el Senado.

La disposición de la Oposición a aceptar uno de sus talones de Aquiles, contraviniendo corrientes telúricas domésticas que se mostraban incómodas con el acuerdo, obedecía a la insistencia de la UE, la presión de la judicatura y el miedo a que la amenaza de reformar el sistema se convirtiera en realidad.

Sin orillar el sinsentido de haber renovado con el sistema actual y ahora negarse a hacerlo por estar en la oposición, después de haber incumplido la Constitución durante cinco años.

Tan pronto cuestionado, por la absoluta desconfianza entre los firmantes, el pacto que ha puesto fin momentáneo a la "anomalía democrática” no es una simple operación de repartirse ambas formaciones, al 50%, el nombramiento de los vocales del gobierno de los jueces.

El acuerdo firmado permite cubrir un centenar de plazas vacantes en el Tribunal Supremo y en las presidencias de la Audiencia Nacional y los Tribunales Superiores de Justicia. Con dos cautelas explícitas para alejar tentaciones colonizadoras: exigencia de mayorías reforzadas y calificación objetiva para los nombramientos.

Teniendo en cuenta que, en la última década, no han alcanzado un solo acuerdo, los más escépticos no han tardado en preguntar: ¿qué motivaciones han tenido unos y otros para que, tras 2.000 días con mandato caducado, algo que resultaba impensable haya terminado siendo posible y, como por ensalmo, se haya desatrancado el "primero renovar y luego reformar"?

¿Es la desconfianza que provoca el apetito por el control de la Justicia? o ¿Prima la amenaza desafiante de renovar “por las buenas o por las malas”?

Aunque siempre habrá quien diga que sirve para recuperar la legitimidad institucional —que un órgano constitucional nunca debe perder—, hacer pedagogía sobre qué es la Justicia, para qué sirven los jueces y cómo funciona el sistema de legalidad, pero la realidad no deja de ser llamativa: políticos cocinando un acuerdo sobre el gobierno del poder judicial, algo que nunca deberían pactar.

¿A cuánta gente importa la afinidad personal o el aprecio que se puedan tener los lideres de dos partidos que suman 258 escaños, donde reside la voluntad popular que debió respetarse en aras de un entendimiento?

Tras el anuncio jubiloso del acuerdo para desencallar la renovación, el presidente del Gobierno se dirigió al jefe de la Oposición con una frase ambigua, si bien sedativa: “Ojalá, señoría, este sea el primero de muchos acuerdos”.

Nada mantiene más la fidelidad del electorado que un odio compartido y apenas 48 horas después de la firma, las partes se volvieron a tirar los trastos a la cabeza, a cuenta del carácter vinculante del acuerdo firmado.

Eso puede explicar que el regocijo inicial con “el comienzo de una amistad” se haya desdibujado. Freud lo explicaba así: "Si fuéramos capaces de entender las razones del comportamiento de otras personas, todo tendría sentido".

Quienes nunca darán crédito al acuerdo, prefieren apelar a la prisa que imponen los compromisos de la investidura: los Consejos Judiciales Autonómicos como oblicua vía de escape para fragmentar la unidad jurisdiccional, principio establecido en la Constitución del 78.

La creación de estos consejos —que supondría un nuevo paso en la politización judicial— multiplicaría los riesgos de dependencia de los jueces respecto al poder político. En todo caso precisaría de una reflexión sin apremios coyunturales y cualquier alteración intimaría un nuevo pacto de Estado.

Siempre he sostenido que las elecciones se ganan —o se pierden— en el centro y quiero pensar que quienes votaron esperanzados la Constitución, aplaudieron los pactos de la Moncloa o porfiaron mayorías absolutas al centroizquierda… han acogido de buen grado el primer pacto entre dos partidos irreconciliables.

En ausencia prolongada de acuerdos de Estado, empalagada la sociedad con la excesiva confrontación política, aspira a retomar la avenencia que ha facilitado los mejores años en avances democráticos, crecimiento económico y paz social…

La suspicacia recíproca no va a desaparecer, la sospecha del gato encerrado, tampoco; pero la línea que separa la audacia de la temeridad es demasiado fina y la apuesta que ha hecho el líder de la oposición es arriesgada, si no se ve acompañada de otros pasos, pendientes de dar por quien puede hacerlo, para seguir depurando el sistema.

El acuerdo logrado merma la auctoritas del Fiscal General del Estado. Con su conducta bajo escrutinio y bordeando la imputación, el órgano constitucional precisa de un cambio que refrende —como signos innegociables— la independencia y la neutralidad.

La renaturalización del Tribunal Constitucional (TC), suplantando en la práctica al Supremo —que tiene la última palabra— y enmendando la Constitución, desde la llamada "interpretación evolutiva”, convierte la admonición del líder popular —exigiendo cambios que garanticen la independencia efectiva del poder político— en urgencia insoslayable.

La exageración es una de nuestras señas de identidad. Pero solo la actuación o la inhibición serán indicios determinantes de la voluntad real de cumplimiento de lo firmado. De momento, no es ni cabe invocar, como trampantojo, la cuestión vinculante.

No cabe descartar que el edificio Berlaymont, en la capital de Europa, deba su nombre al conde Charles de Berlaymont, fiel aliado de Felipe II y enemigo declarado de Guillermo el Taciturno, conspirador irreductible contra la corona española, inicialmente católico para poder heredar el título de príncipe de Orange y luego calvinista para mantenerse al frente de la rebelión antiespañola.

Un modelo para alguno de nuestros contemporáneos, aunque me temo que su interés por la historia sea semejante a su respeto por el Estado de derecho.

Aunque el acuerdo está a buen recaudo, nunca se sabe las vueltas que da una llave. Iremos viendo…

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