Amnistía
Editorial

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Camino de la rejudicialización

La negativa de los jueces a aplicar la amnistía aprobada por el Parlamento utiliza argumentos injustificables, pero encuentra agarraderos en los pecados originales que llevaron a la aprobación de la ley

El magistrado Manuel Marchena

El magistrado Manuel Marchena

El Tribunal Supremo ha decidido no aplicar la ley de amnistía a los líderes independentistas del procés. Así lo han dictaminado tanto el juez Pablo Llarena, que ha optado por mantener los cargos a los dirigentes huidos, a excepción de Marta Rovira, a quien sí ha aplicado la ley en relación al delito de desobediencia, como Manuel Marchena, el presidente al frente de la sala del tribunal que juzgó al resto de dirigentes acusados. Esta decisión, contraria a los informes de la fiscalía y de la Abogacía del Estado, ambas favorables a la aplicación de la ley de amnistía, se sustenta en que el alto tribunal ha considerado, por medio de una tan rigurosa como creativa interpretación, que el delito de malversación por el que fueron condenados algunos dirigentes y que pesa sobre algunos de los huidos entraría dentro de las excepciones que contempla la propia ley, esto es que la malversación se realice con el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial y/o que afecte a los intereses financieros de la Unión Europea. Los malabares argumentales esgrimidos apenas logran evitar la impresión de que sencillamente los jueces discrepan de la ley aprobada por el Parlamento y se aferran a cualquier resquicio para impedir su aplicación, algo que no encaja fácilmente con las funciones reservadas al poder judicial.

Pero más allá de lo discutibles que sean los argumentos y los motivos del tribunal, la decisión en sí encuentra agarraderos en los pecados originales con los que fue concebida la ley de amnistía. No hay que olvidar que no nació del convencimiento sino de la necesidad, que no satisface las exigencias establecidas por la Comisión de Venecia y que se justificó en parte asumiendo la perniciosa idea de lawfare defendía por el independentismo y condenada por todas las asociaciones judiciales. Desde entonces, se ha abierto un peligroso contencioso entre las más altas instancias del poder judicial y los poderes legislativo y ejecutivo que han dado lugar a reproches mutuos, el último la tan insólita como improcedente amonestación a la acción del poder legislativo que el juez Marchena ha realizado en su auto excediéndose en sus atribuciones. 

El Tribunal Supremo, además, descartando plantear una cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia de la Unión Europea que hubiese supuesto, si no la aplicación inmediata de la amnistía, sí al menos el levantamiento de las medidas cautelares que pesan sobre los dirigentes huidos, ha impedido a Carles Puigdemont regresar a territorio español sin temor a ser detenido. Se cierne sobre él nuevamente la amenaza de que el juez Llarena reactive la euroorden dificultando sus aspiraciones de presentarse a la investidura, una eventualidad que no solo afecta a la política catalana sino que puede tener impacto en la gobernabilidad española. Queda la vía del recurso de súplica ante el mismo tribunal o elevar la cuestión al Tribunal Constitucional, algo que hace sino constatar que la ley de amnistía no ha servido para desjudicializar el conflicto. Como tampoco de momento ha servido para superar las tensiones –de hecho ha creado más– ni ha generado un contexto político e institucional que fomente la estabilidad. Al contrario, ha desencadenado un choque institucional de imprevisibles consecuencias y la situación personal de los máximos líderes del procés, unos inhabilitados y otros pendientes de juicio, sigue sin resolverse.