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El resentimiento frente al Orgullo

Las masculinidades tóxicas se rearman, y lo peor es que parece más un rebrote que un estertor

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Manifestación LGTBI contra la transfobia el Día del Orgullo, en Barcelona.

Manifestación LGTBI contra la transfobia el Día del Orgullo, en Barcelona. / Ricard Cugat

En los últimos años hemos abordado a menudo un fenómeno preocupante: el fortalecimiento de actitudes machistas entre las generaciones más jóvenes, visible especialmente en la convivencia en los centros de secundaria, en el incremento de los actos de violencia sexual y en la difusión de discursos agresivamente antifeministas en las redes. Se trata de un triste paso atrás que se ha analizado como un efecto rebote ante el hecho de que, afortunadamente, el combate contra las desigualdades por razón de sexo haya pasado a ser el discurso predominante en los centros educativos y un criterio cada vez más asentado y asertivo en las políticas públicas de las administraciones. Ojalá se tratase de los últimos coletazos de una mentalidad patriarcal agresivamente a la defensiva, mientras camina hacia su caducidad final. Pero más que un estertor parece un rebrote de una masculinidad tóxica, y con más de una expresión.

En la víspera del Día Internacional del Orgullo LGTBIQ+, que irá seguido de actos de celebración y reivindicación en todas las grandes ciudades españolas durante las próximas semanas, resulta justo concluir que el reconocimiento de derechos y la visibilidad sin tapujos del colectivo ha alcanzado unas cotas de las que nos podemos felicitar. Y entre las generaciones más jóvenes, cada vez está más normalizada la diversidad de opciones sexuales, superando incluso las casillas marcadas por cada una de las siglas que las identifican. Una encuesta reciente en Catalunya señalaba que el 25,5% de las chicas se sentían atraídas, exclusivamente o no, por personas de su mismo sexo, mientras el porcentaje era del 7,4% entre los chicos. Otro sondeo centrado en la ciudad de Barcelona cuantificaba el número de jóvenes únicamente heterosexuales en un 77% y el de chicas en un 48%. Y de nuevo, esta normalización se enfrenta a una reacción en forma de agresiones, insultos y presiones de todo tipo que están enrareciendo cada vez más la convivencia en los centros de educación secundaria, donde la libre expresión que se vivirá estos días en las calles parece resultar cada vez más difícil. Nada de lo que hemos apuntado es casual, y responde a la guerra cultural, desplegada en los campos de la igualdad de género, de la inmigración o de la lucha por salvar el planeta, en las redes, en las calles y en las urnas, que está permitiendo el auge de la extrema derecha, especialmente entre los más jóvenes, con el viejísimo sistema de señalar al diferente.

Es esa la hidra ante la que se debe responder desde la firmeza en la defensa de los derechos y evitando el silencio. Una cuestión de política real, con agresiones y víctimas reales. Mientras, en una realidad paralela que se desarrolla en el escenario de la política institucional y de determinada visión de la información que solo tiene ojos para ella, que un cartel que anuncie un programa del Orgullo en plena calle opte por enfatizar elementos festivos (algo que siempre ha sido uno de los componentes de los actos celebrados estos días) o cuál será la forma y ubicación de los símbolos con los colores del arcoíris en la fachada de una institución parecen ser las grandes polémicas y ofensas ante las que reaccionar. Pero la realidad es que, desde las administraciones regidas por partidos progresistas hasta, incluso, aquellas que pagan peajes por gobernar con la ultraderecha, el Orgullo ha vencido. El peligro está en otros movimientos, en otras redes, en otras actitudes visibles día a día.