El desliz
Pilar Garcés

Pilar Garcés

Periodista

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Stop experiencias

Esa necesidad de hacer de cada momento una vivencia inolvidable, exactamente igual a la inolvidable vivencia de otros miles de personas, ha parido la gran burbuja de las experiencias

Una mujer se lanza en paracaídas en un salto en tándem.

Una mujer se lanza en paracaídas en un salto en tándem. / 123RF

Te tiras al mar después de Sant Joan y te encuentras en el fondo un montón de papelitos quemados con los deseos del personal que la víspera buscó en internet «ritos iniciáticos para el solsticio», «tradiciones para la noche más corta del año» o similares. En ninguno se lee la paz en el mundo, un cubo de reciclaje de tres pisos, un cerebro más desarrollado o un libro y muchos llevan asuntos o nombres propios que se quieren dejar atrás. En las rocas quedan los restos de cientos de velas rosas, junto a vasos y botellas, y en la arena pedazos de antorchas clavadas para conseguir ese efecto glamuroso de las cenas de verano que la gente con dinero disfruta en playas privadas. Solo que ellos no tienen al lado las farolas del paseo marítimo. Señora, aparte su mesa XXL que no puedo extender mi pareo de dos metros cuadrados y me estoy jugando no poder subir a las redes sociales una foto en condiciones con los 12 miembros de mi familia vestidos de blanco. Hay que trasegar vino y tortilla de patatas con parafernalia, o resultará un fracaso.

Qué tiempos aquellos en los que podías hacer algo sin que quedase huella. La de situaciones ridículas y tediosas que hemos tenido la fortuna de borrar de la memoria gracias a que no existía la posibilidad técnica de registrarlas para la posteridad. Hoy, cada persona es un notario de su vida, interesante o intrascendente. Esa necesidad de hacer de cada momento una vivencia inolvidable, exactamente igual a la inolvidable vivencia de otros miles de personas, ha parido la gran burbuja de las experiencias. Regalos emocionales, les llaman también. Ya no cenas fuera, disfrutas de una experiencia gastronómica o enológica. Eso significa que el camarero te hablará demasiado o no te hablará en absoluto, y que te cobrarán quince veces el valor de lo que comes y treinta el valor de lo que bebes. Pero una velada simple no cubre las expectativas de un adicto a las ocasiones singulares. Por eso te ofrecen cenar junto a un precipicio, encima de un árbol, con los ojos vendados, sentarte a la mesa con otras veinte personas desnudas a las que no conoces de nada o asistir al descuartizamiento de un atún. ¿Cómo? ¿No será el atún con el que he disfrutado de la experiencia de nadar tras perseguirlo durante horas mareantes?

Se puede pasar un día haciendo de pastor de ovejas en una montaña retirada, o pescando langostas, durmiendo al pairo en Alaska o en el desierto, o practicando yoga encima de una tabla de surf. Si te gustan los coches de alta gama, la propuesta es que uses un Ferrari un día completo. Tírate en paracaídas, por un barranco, por un puente o entra en un túnel de viento. Aprende a hacer sushi, pinta un cuadro mientras te tomas un aperitivo, participa en una cata de vermut, fabrica tu propia cerveza artesanal, apúntate a un taller exprés de automaquillaje, o a un tour urbano con auriculares y dj. Participa en una visita guiada en bici por tu propio barrio, o en una ruta de poetisas en el de al lado, que algo aprenderás. Vete a una cena clandestina, no sabes ni qué ni dónde, o a un concierto sorpresa, en el que ignoras quién cantará. Porque algo hay que hacer. El mero anhelo de estas vacaciones no dar un palo al agua te genera tal ansiedad que mientras navegas crispada por internet rebuscando entre las múltiples actividades lúdico deportivas que se ofertan, el niño tirado en el sofá, feliz de empezar once semanas de asueto, despeja todas las dudas. «Técnicamente, no hacer nada ya es hacer algo, ¿no?».

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