Opinión |
Barcelona
Ernest Folch

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Editor y periodista

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Collboni dice sí a todo

La dudosa cesión del espacio público a eventos poco edificantes ejemplifica la debilidad del actual gobierno municipal, propenso a contentar los poderes fácticos

Protestas en contra de la Fórmula 1 en Barcelona

Protestas en contra de la Fórmula 1 en Barcelona / REUTERS / Bruna Casas

Un Aston Martin dando 'trompos' y dejando el Passeig de Gràcia lleno de humo: esta es la cretinada por la que será recordado el desembarco de la F-1 en el centro de Barcelona. En una sociedad traumatizada por las imprudencias de tráfico y sus terribles consecuencias, es difícil imaginar una irresponsabilidad mayor que la de exaltar la velocidad, el incivismo y la contaminación en pleno centro de la ciudad. Nadie puede discutir que Barcelona es por su ADN una ciudad saludable, alegre y deportista, entregada al ejercicio físico y al desplazamiento a pie y en bicicleta, y también a los grandes acontecimientos deportivos. La anunciada salida del Tour de Francia, por ejemplo, es una espléndida noticia que se inscribe en la tradición de dar cobijo a otros grandes campeonatos. Pero la F-1, por mucho que que se insista, no puede ser equiparada a otros deportes como el ciclismo, la natación o el atletismo, empezando porque no lleva implícitos los mismos valores: una cosa es que esté debidamente encapsulada en Montmeló, y que se defienda legítimamente su continuidad en el Circuit, y otra muy diferente es llevarla con todo su ruido al centro de la ciudad en día laborable, con la patética guinda del Aston Martin. Todo un 'show', por cierto, ultra-publicitado y lleno de vips, pero con una pobre respuesta popular. ¿Quién ideó esta sinrazón y por qué nadie se opuso? Puede ser vista como una anécdota, pero es reveladora del momento en el que se encuentra Barcelona y, en particular, su debilitado gobierno.

La astracanada de la F-1 llega pocas semanas después del sospechoso desfile de Louis Vuitton en el Park Güell con aires clasistas, salvado gracias a las cargas policiales, y que sugiere una inquietante cesión del espacio público en favor de empresas privadas. La propaganda oficial, que nunca explica cuanto pagan las empresas por invadir sitios tan emblemáticos, nos dice que la ciudad sale ganando con estos eventos, pero quizás habría que empezar a decir que son estas marcas quienes se benefician de asociarse a esta Barcelona de postal, y no al revés, que ya sabemos cuál es el precio a pagar: invasión turística, presión inmobiliaria, precios imposibles. De ahí que no es casualidad que el Ayuntamiento haya corrido a anunciar ahora que suprimirá en cinco años los pisos turísticos, una medida muy positiva aunque poco creíble que quiere contrarestar la indignación producida por estos últimos disparates solo aptos para ricos. Pero gobernar es bastante más complejo que compensar, y la sensación que desprende el gobierno de Collboni, incapaz de sumar apoyos, es que no sabe a donde va cuando va camino de cumplir un tercio del mandato. Con su obsesión por alejarse de la herencia de Colau, el alcalde ha optado por abrazarse a los poderes fácticos, como demuestra el hecho que ya no hay ninguna institución con solera que emita ningún comunicado en contra del gobierno municipal, como era tradición en la era Colau. Los lobis que ridiculizan todas las críticas reduciéndolas al 'No a todo' han conseguido, en cambio, que el nuevo alcalde les diga 'Sí a todo'. Tan peligroso es oponerse a todo como decir que sí a todas las llamadas glamurosas. 

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