Opinión |
Dimisiones
Juan Tallón

Juan Tallón

Escritor.

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El arte de marcharse

Irse de un sitio, cuando las cosas se complican, y antes de que te echen, es un arte de complejo dominio

Dos ciudadanos portan pancartas en las que piden dimisiones en el PP.

Dos ciudadanos portan pancartas en las que piden dimisiones en el PP. / Andres Kudacki

Qué bello sería dimitir fácilmente, sin sacar las manos de los bolsillos, porque de pronto te viene la idea a la cabeza, dimitir aunque no haga falta; dimitir por amor a la dimisión, digamos, por el gusto de oírte decir en alto «Me largo, a cagar a la vía». Imagino a alguien con el vicio de dimitir, que lo hace por placer, porque está enganchado a esa droga y no porque la realidad o los adversarios lo acorralen, y creo que me gustaría ser como él. Cuánta alegría habría en un currículum en el que se leyese graduado en tal, máster en cual, seis idiomas y cincuenta y nueve dimisiones. Si lo pensamos, todos estamos imbuidos de cierto espíritu de deserción. Quién no renuncia a algo a las nueve de la mañana, y a otra cosa a mediodía, y a una tercera antes de que se haga de noche, sin otra consecuencia que la de acabar una historia y comenzar otra. Una existencia común, en un día corriente, está repleta de pequeñas dimisiones de este tipo.

La vida consiste en cambiar, en pasar a otra cosa, al menos teóricamente. La práctica abre nuevas formas de ver el movimiento. De hecho, en no pocas ocasiones puede parecerte que la vida es repetición, continuidad, y que lo natural es no cambiar demasiado, y aferrarte a lo que tienes. Eso explica que no haya tanta costumbre como podríamos pensar de plantarse ante quien corresponde y anunciar: «Dimito», y con la misma, marcharse sin miedo al futuro. Irse de un sitio, cuando las cosas se complican, y antes de que te echen, es un arte de complejo dominio. Hay razones para admirar a los que dimiten. Así sea porque muy pocos otros estarían dispuestos a hacer lo mismo en su lugar. 

En septiembre de 1917, en plena efervescencia poética, Fitzgerald se dirigió a su amigo Edmund Wilson con la ansiedad de los poetas que lo quieren ser de un día para otro. «Ayer mandé doce poemas a revistas. Si me los devuelven todos, abandonaré la poesía y me dedicaré a la prosa». Unas semanas después se cumplió su pronóstico y dejó la poesía para siempre. Qué hermoso es saber irse.