El arte de marcharse
Irse de un sitio, cuando las cosas se complican, y antes de que te echen, es un arte de complejo dominio
![Dos ciudadanos portan pancartas en las que piden dimisiones en el PP.](https://estaticos-cdn.prensaiberica.es/clip/cf9c45cd-e3bb-4ef2-8af5-dbe6a0ff6d1a_16-9-discover-aspect-ratio_default_0.jpg)
Dos ciudadanos portan pancartas en las que piden dimisiones en el PP. / Andres Kudacki
Qué bello sería dimitir fácilmente, sin sacar las manos de los bolsillos, porque de pronto te viene la idea a la cabeza, dimitir aunque no haga falta; dimitir por amor a la dimisión, digamos, por el gusto de oírte decir en alto «Me largo, a cagar a la vía». Imagino a alguien con el vicio de dimitir, que lo hace por placer, porque está enganchado a esa droga y no porque la realidad o los adversarios lo acorralen, y creo que me gustaría ser como él. Cuánta alegría habría en un currículum en el que se leyese graduado en tal, máster en cual, seis idiomas y cincuenta y nueve dimisiones. Si lo pensamos, todos estamos imbuidos de cierto espíritu de deserción. Quién no renuncia a algo a las nueve de la mañana, y a otra cosa a mediodía, y a una tercera antes de que se haga de noche, sin otra consecuencia que la de acabar una historia y comenzar otra. Una existencia común, en un día corriente, está repleta de pequeñas dimisiones de este tipo.
La vida consiste en cambiar, en pasar a otra cosa, al menos teóricamente. La práctica abre nuevas formas de ver el movimiento. De hecho, en no pocas ocasiones puede parecerte que la vida es repetición, continuidad, y que lo natural es no cambiar demasiado, y aferrarte a lo que tienes. Eso explica que no haya tanta costumbre como podríamos pensar de plantarse ante quien corresponde y anunciar: «Dimito», y con la misma, marcharse sin miedo al futuro. Irse de un sitio, cuando las cosas se complican, y antes de que te echen, es un arte de complejo dominio. Hay razones para admirar a los que dimiten. Así sea porque muy pocos otros estarían dispuestos a hacer lo mismo en su lugar.
En septiembre de 1917, en plena efervescencia poética, Fitzgerald se dirigió a su amigo Edmund Wilson con la ansiedad de los poetas que lo quieren ser de un día para otro. «Ayer mandé doce poemas a revistas. Si me los devuelven todos, abandonaré la poesía y me dedicaré a la prosa». Unas semanas después se cumplió su pronóstico y dejó la poesía para siempre. Qué hermoso es saber irse.
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