Opinión |
Relaciones familiares
Care Santos

Care Santos

Escritora

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Los malos hijos

Sigue siendo tabú no ocuparse de los padres ancianos, por mucho que estemos comprendiendo que una familia es un universo inescrutable

Ancianos en un parque

Ancianos en un parque

Reunión de amigos. Alguien cuenta que en su portal ha aparecido un anciano muerto. La noticia ha conmocionado a todo el vecindario, en la zona alta de Barcelona. El difunto era un habitual del barrio: llevaba tiempo durmiendo en la calle, solía refugiarse siempre en los mismos portales, todos le tenían visto, sabían que no era peligroso, solo un poco borrachín. Parece que ha muerto de un ataque al corazón, aunque hay quien apunta a un coma etílico o algo más largo, penoso y sin diagnosticar.

La noticia que altera los ánimos, sin embargo, es otra. El viejo vagabundo tenía tres hijos. Se lo dijo un agente de la policía a una vecina. Tres personas normales y corrientes, con trabajo, familia y un lugar digno donde vivir. ¿Cómo es posible, entonces, que no se hicieran cargo de su padre? ¿Sabían que vivía en la calle? ¿Sabían que estaba enfermo? Por lo visto sí lo sabían, informa alguien, aunque llevaban años sin tener ninguna relación con él.

Cae entonces sobre los tres hijos el juicio más implacable. Egoístas, desnaturalizados, gente sin sentimientos, capaces de abandonar a quien les dio la vida. De pronto el hombre ya no tiene tres hijos, sino tres monstruos. Los amigos de la reunión se constituyen en jurado popular de un caso del que no tienen ningún dato. Nadie se plantea si las cosas son en realidad más complejas de lo que parecen. Nadie se pregunta qué hizo ese padre para alejarse de sus tres hijos. Cuánto dolor hay en ese abandono, o cuántas cosas que no pueden perdonarse. Nadie reconoce que los hijos podrían estar legitimados a desentenderse de su padre. Y lo difícil que sería esa situación, cuánto trauma revela, qué valiente hay que ser para tomarla. La noche termina con la condena de los hijos y la exculpación del padre, como era de esperar.

Puede ser que la sociedad esté cambiando, que la ley haya cambiado, pero los prejuicios siguen ahí, tan vivos como siempre. Sigue siendo tabú no ocuparse de los padres ancianos, por mucho que estemos comprendiendo que una familia es un universo inescrutable. Sigue vivo el mito de las buenas madres, como si por el hecho de traer un hijo al mundo las mujeres ya nos convirtiéramos en magníficas personas, como si no pudieran existir las madres monstruosas. Madres que abusan, que hieren, que maltratan, que abandonan. Como si el abandono y el maltrato no pudieran tener mil caras, todas terribles.

Algo nos enseña todo esto, y deberíamos aprenderlo. Que fallarle a tus hijos tiene un precio. Que abandonar, humillar o maltratar a la larga sale caro para todos (también para el maltratador). Que si no ofrecemos cuidado y cariño tampoco vamos a recibirlo, porque hay una máxima que suele cumplirse: los últimos años de la vida de una persona son un espejo de la infancia de sus hijos. Se recibe lo que se ha dado, en suma. Se ama como te han enseñado a amar (si es que te han enseñado). Y otra verdad (dolorosa) más: quien en vida se ha quedado solo, por acción u omisión, no estará acompañado en sus últimos momentos. Es decir: la gente muere como ha vivido. Ni mejor, ni peor.