La primera muerte de Isabel II
Aún quedan 17 años para el 2022, pero ella contempla la reproducción en miniatura (como en un juego de mesa) de su séquito fúnebre. Se detiene en un minúsculo carro donde hay un minúsculo ataúd
![Imelda Staunton (Isabel II) en el episodio final de 'The Crown'.](https://estaticos-cdn.prensaiberica.es/clip/246403d0-428a-4340-8bb5-7f7380bed802_21-9-aspect-ratio_default_0.jpg)
Imelda Staunton (Isabel II) en el episodio final de 'The Crown'. / ser
![Josep Maria Fonalleras](https://estaticos-cdn.prensaiberica.es/clip/099a62ac-310f-4766-9d5a-c7a4b495a7ca_source-aspect-ratio_default_0.jpg)
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Josep Maria Fonalleras
Escritor
Si yo fuera miembro de la familia real británica, aplaudiría con fervor el fin de 'The Crown', la serie de Netflix que, en seis temporadas, ha pasado revista a la historia de la monarquía, desde la entronización de Isabel II (y un poco antes) hasta la boda del entonces príncipe Carlos con Camilla Parker-Bowles (y algo después). Desde el final de la guerra hasta el 2005. Seguro que ha habido licencias históricas y excursiones narrativas (sobre todo las de la intimidad de los protagonistas) que no han gustado a la realeza: actitudes displicentes, arrogantes y carentes de piedad. Seguro que sí. Pero el conjunto de la obra creada por Peter Morgan no deja de ser, en el fondo, una reivindicación de la monarquía o, al menos, un elogio a la humanidad que se esconde detrás de la fachada de hielo e indiferencia.
Sin ser una serie política y, en muchos casos, fronteriza con las crónicas sentimentales y el afán de convertirse en un relato de color rosa, las relaciones entre la reina y los primeros ministros han sido un ejemplo de cómo se enfrentan las vicisitudes del momento y el peso de la historia. Siempre se ha cumplido la regla, explícita en las conversaciones de palacio, que los representantes democráticos terminaban devorados por su propia ambición en un tsunami incontrolable. Dos ejemplos: la escena en la que Isabel II es asaltada, en su propia habitación de Buckingham Palace, por un ciudadano quejoso de la política tatcherista. Una larga noche en la que el ruido del pueblo entra en la alcoba sorda. El otro, el temor de la reina de ser sustituida por un Tony Blair, una especie de “rey republicano”, emergente y efervescente, que parece que ha de comerse el mundo y que acaba tragado por el desastre de Irak. Elogio de la permanencia, pues, del pervivir dentro de los límites estrictos de la tradición, sin que el mundo exterior (solo a trompicones, solo tangencialmente) intervenga en el devenir de los siglos.
En el último episodio (no hay 'spoilers': todos sabemos cómo acaba el cuento), Isabel II se enfrenta a la idea de la muerte. Aún quedan 17 años para el 2022, pero ella contempla la reproducción en miniatura (como en un juego de mesa) de su séquito fúnebre. Se detiene en un minúsculo carro donde hay un minúsculo ataúd. Después, pide que el gaitero real le recomiende una canción. Estupefacto, le propone la tradicional “Sleep, dearie, sleep”. Es la que acabará sonando en el funeral de verdad. Sola, en la capilla del castillo de Windsor, Isabel II se aleja hasta la puerta, por donde entra un rayo de luz. La puerta se cierra. Fundido a negro.
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