La educación después de PISA: cuando los deseos se convierten en derechos
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Un niño y una madre de camino al colegio / Álex Zea
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Albert Sáez
Director de EL PERIÓDICO
Soy periodista. Ahora en EL PERIÓDICO. También doy clases en la Facultat de Comunicació Blanquerna de la Universitat Ramon Llull.
Albert Sáez
En el debate de la educación tras los desastrosos resultados de PISA, en EL PERIÓDICO hemos optado por dar voz a todos cuantos tienen una idea, una teoría o una propuesta para revertir el desastre. Visto el cronograma de leyes educativas y de resultados de las pruebas de lectura y de matemáticas en los últimos 20 años que hemos publicado, está claro que la solución no va a ser mágica: ni una ley, ni un cambio de consellera ni la prohibición de los móviles. Así que vamos a dedicarnos a escuchar para entender más y a componer un puzle de soluciones.
Algunos tenemos la percepción de que uno de los elementos a tener en cuenta debería ser el de los valores con los que educamos. Es un elemento imperceptible pero transversal porque atañe a los padres, a los profesores, a los gestores, a los políticos y a los evaluadores. Se ha dicho mucho que se han perdido los valores. Falso. Toda acción humana responde a unos valores, a unas prioridades vinculadas a unos axiomas sobre lo bueno y lo malo.
Durante siglos, en Occidente, los valores estuvieron marcados por la cultura judeocristiana. Sobre este poso se construyó la cultura de la Ilustración de matriz cristiana, pero de expresión protestante. La educación judeocristiana se basaba en la represión de los deseos innatos a favor de la resignación que tenía el precio de la eternidad. La educación ilustrada se basaba en el esfuerzo que recibía el premio del ascenso social ya en la existencia terrenal si se cumplían determinadas normas. En la educación actual conviven vestigios de ambas tradiciones, pero el clima dominante es el generado por la posmodernidad que predica una emancipación absoluta del individuo hasta convertirlo en el epicentro de todo y a concederle como derechos todos esos deseos innatos que el catolicismo reprimía y que la Ilustración reconducía. Reconocer los derechos de los niños es un avance de la humanidad que ha acabado con siglos de represión y sufrimiento. Pero convertir cualquier deseo en un derecho hace inviable toda labor educativa y es injusto pedirles a los maestros, a los gestores o a los políticos que sean los únicos que despiertan a los menores de esa ensoñación de los adultos posmodernos.
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