Opinión |
La espiral de la libreta

El lenguaje secreto de los balcones

En los edificios de enfrente, se distingue una sola bandera deslucida por el sol

Una mujer mayor en el balcón de su casa en Barcelona.

Una mujer mayor en el balcón de su casa en Barcelona. / Ajuntament de Barcelona

Olga Merino

Olga Merino

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Málaga es una ciudad tanto o más balconera que Barcelona. De ahí que José María de Loma, articulista de Prensa Ibérica, saliera la otra noche al balcón de su casa para tomar el fresco tras haber visto una película larguísima. Desde arriba, atisbó a un tipo en chándal negro y con zapatillas blancas que le dio pie para escribir una columna estupenda en ‘La Opinión de Málaga’, especulando con la posibilidad de que ese hombre, el del chándal, fuese un columnista insomne. ¿Adónde iría a las tres de la mañana? También tuve que asomarme al mío de madrugada —quizá todo sucedió la misma noche conjurada— al escuchar los gritos horrísonos de una pelea: un hombre, armado con una pala afanada del solar contiguo, perseguía a otro profiriendo amenazas e insultos («¡me gusta la fruta!», «¡me gusta la frutaaaaa!»; «ven aquí, aquí, a las manos»), mientras el perseguido corría cual plusmarquista. La velocidad del fugitivo y el vientre de la noche disiparon enseguida los ecos del suceso, conque regresé a la cama, pero con cierta desazón, como si aquellos dos personajes fuesen articulistas a la greña.

No sé qué haríamos, en efecto, los columnistas sin un balcón. A Montserrat Roig le encantaban los del Eixample. Se aficionó a mirar hacia arriba, a deleitarse con las formas que dibujaban los hierros de las balaustradas, fantaseando con la idea de que los caprichos de la forja escondían vidas distintas detrás de cada postigo. Mirar y ser visto, una costumbre muy mediterránea. El balcón, jardín de pobres, forma parte de la casa pero también pertenece a la calle.

Relación ambigua

Balcones, tribunas, logias y galerías. Barcelona mantiene una relación ambigua con estos elementos arquitectónicos que florecieron en el modernismo. Pocos indígenas disfrutan de ellos. El ruido, el tráfico, la contaminación y el tufo de fritanga los han invalidado. El aire acondicionado y el calentamiento también han contribuido al reniego del balcón, pues, como dice el arquitecto Lluís Clotet, hemos dejado de equilibrar el viento de levante y las corrientes con persianas, contraventanas y cortinas, en un juego que entendía la vivienda como un velero.

Se han convertido en trasteros donde guardar la bici o bien en huertos urbanos con marihuana en los tiestos. Pero aun venidos a menos, los balcones constituyen todavía magnificas atalayas de observación para tomarle el pulso al ambiente. Ahora mismo, al anochecer, entre la luz anaranjada de las farolas, en los balcones de enfrente ya solo se distingue una única bandera enroscada entre los hierros y una pancarta que pide «amnistía», descoloridas ambas de lluvias (pocas) y soles. Pasan los autobuses y las últimas furgonetas de reparto. Hoy es siempre todavía. O sea, la vida sigue, la esperanza se mantiene pese a todo.

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