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Palestina, 30 años sin paz

El primer ministro israelí, Yitzhak Rabin, y el líder de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasir Arafat, estrechan sus manos ante el presidente de EEUU, Bill Clinton, el 13 de septiembre de 1993 en la Casa Blanca.

El primer ministro israelí, Yitzhak Rabin, y el líder de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasir Arafat, estrechan sus manos ante el presidente de EEUU, Bill Clinton, el 13 de septiembre de 1993 en la Casa Blanca. / GARY HERSHORN / REUTERS

Albert Garrido

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El último miércoles se cumplieron 30 años de la firma de los acuerdos de Oslo, que hicieron posible la creación de la Autoridad Nacional Palestina, la transferencia a esta de competencias en la franja de Gaza y en Cisjordania en materia educativa, cultural, de salud, bienestar social, tributación directa y turismo, además de permitir la creación de una policía palestina. Fue aquel un acuerdo provisional que comprometía a las partes a negociar uno definitivo en un plazo de cinco años. Es decir, durante este tiempo debían abordarse varios asuntos espinoso -la capitalidad de Jerusalén, los asentamientos israelís, el retorno de los refugiados, la seguridad, las fronteras y la gestión de los acuíferos- que quedaron fuera del acuerdo provisional. Así se puso en marcha el llamado proceso de paz, lleno de ambigüedades, con la solución de los dos estados en el horizonte y la imposibilidad de avanzar por ese camino a partir de la primera victoria electoral de Binyamin Netanyahu (1996).

Bill Clinton, Isaac Rabin y Yasir Arafat fueron objeto de toda clase de parabienes y alabanzas, pero en el aire quedó flotando la sensación de que cuanto quedaba por resolver en un acuerdo definitivo entrañaba muchísimas más dificultades que lo aparentemente resuelto bajo los auspicios de Estados Unidos. Mientras la Casa Blanca, el Gobierno israelí y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) multiplicaban los análisis positivos, algunos movimientos inducían a creer lo contrario. Por ejemplo, la declaración inequívoca de Rabin acerca de la capital de Israel: “Jerusalén es la antigua y eterna capital del pueblo judío”. Por ejemplo, la oposición manifiesta de las facciones palestinas más radicales, que presentaron el paso dado por la OLP como una claudicación. Además. el asesinato de Rabin (1995) contribuyó a exacerbar los ánimos en las filas del sionismo conservador y a dejar a Arafat sin un interlocutor dispuesto a escucharle.

Una de las voces que con más determinación criticó los acuerdos de Oslo fue el profesor palestino-estadounidense Edward W. Said, de la Universidad de Columbia, autor entre otros ensayos del esencial Orientalismo. En octubre de 1995, un mes antes de la muerte de Rabin, publicó en el periódico árabe Al Hayat, que se edita en Londres, un largo artículo en el que dejó dicho lo siguiente: “Después de Oslo, Arafat y sus delegados en realidad no han negociado con los israelís: simplemente se han rendido, aceptando los dictados de Israel como un sirviente acepta las órdenes de su superior, sin ninguna clase de preparación, de principios o de seriedad. Se trata de una pauta descorazonadoramente predominante entre los árabes a la hora de tratar con Israel”. A Said le llovieron las críticas, no está de más recordarlo.

Cinco años más tarde, el 21 de septiembre de 2000, menos de dos meses después de que fracasara la cumbre de Camp David -Bill Clinton, Ehud Barak y Yasir Arafat-, que debía desatascar el proceso, Edward W. Said publicó en el semanario egipcio Al Ahram Weekly Online el primero de tres artículos dedicados al sionismo estadounidense, a su influencia en el desarrollo de los acontecimientos en Israel-Palestina. Escribió Said: “En mi opinión, el papel de los grupos sionistas organizados y sus actividades en EEUU no ha recibido la suficiente atención durante el periodo del llamado proceso de paz, carencia que yo por mi parte encuentro absolutamente sorprendente, dado que la política palestina ha sido esencialmente la de arrojar nuestro destino como pueblo en brazos de EEUU”. Y unos párrafos más allá explicó: “Algunos columnistas liberales, como Anthony Lewis de The New York Times, escriben ocasionalmente de manera crítica sobre las prácticas de la ocupación israelí, pero nada comentan sobre 1948 y toda la cuestión del desalojo palestino que está en la raíz de la propia existencia (y subsiguiente comportamiento) de Israel”.

Con todas las salvedades a que obliga el paso del tiempo, la historia le ha dado la razón al profesor Said, muerto en 2003, metido el proceso de paz en un callejón sin salida que es tanto como decir que ha muerto de inanición. Del compromiso de dar con una solución en cinco años, de la retórica articulada a partir del principio paz por territorios, de la solución de los dos estados como la única equilibrada para cerrar el conflicto, se ha pasado a considerar viable una confederación multicultural, aunque la práctica del apartheid es cada día más visible -ciudadanos de primera y de segunda en Cisjordania- y la situación en Gaza, con Hamas dictando las normas, es la de un enorme campo de concentración donde todas las carencias imaginables son posibles. Del sionismo fundacional y del papel determinante del Partido Laborista durante décadas se ha pasado a un Gobierno de Netanyahu, colonizado por la extrema derecha, que pone en riesgo la pervivencia de la democracia y promueve la multiplicación de asentamientos.

Es obligado añadir a todo ello la paulatina evolución del contencioso árabe-israelí en palestino-israelí, con un desentendimiento cada vez mayor del mundo árabe, sujeto al giro dado por Donald Trump a la gestión de la crisis y al reconocimiento de Israel por varios países árabes a cambio de logros políticos como la aceptación por Estados Unidos de la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental. En el seno de la economía global y la competición permanente por la hegemonía regional, la causa palestina apenas cuenta y, al mismo tiempo, Estados Unidos ha construido una red de seguridad para Israel que le ahorre problemas con los países árabes y que permite a Washington completar su retirada estratégica de Oriente Próximo sin correr grave riesgo.

Eso no es todo. Al éxito de la operación ha contribuido de forma decisiva el desprestigio de la Autoridad Palestina, en general, y de Mahmud Abás, su presidente, en particular. Como toda estructura de poder anquilosada, el primer objetivo del Gobierno palestino es mantenerse en el poder y desmentir los muchos indicios de corrupción. Su enfrentamiento con Hamás a partir de las elecciones celebradas en 2006, las últimas convocadas, ha servido para encubrir sus limitaciones, su incapacidad manifiesta para ofrecer una alternativa realista a la situación presente. Acaso su último gran logro fuese en 2012 el reconocimiento en la ONU de Palestina como Estado observador no miembro y la consagración por la Comisión de Derechos Humanos del derecho de la comunidad palestina a la autodeterminación. Pero han pasado demasiados años sin ir mucho más allá de lo meramente simbólico para no pensar que el proceso de paz expiró y en el horizonte se avizora un futuro sin esperanza para la sociedad palestina, separada de Israel por una muralla de hormigón y sometida a la estrategia expansiva de los asentamientos.