Opinión |
El revés y el derecho

La alegría exagerada del presidente del fútbol español

El punto final del patán ha sido aparecer portando a una mujer como si fuera su trofeo en medio de un césped en Australia

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Rubiales sostiene a Athenea del Castillo en Sídney.

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Juan Cruz

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Este hombre que carga, en la portada de EL PERIÓDICO DE CATALUNYA de este jueves, a una futbolista, vencedora con su equipo del Campeonato Mundial celebrado en Australia, ha puesto en vilo la mayor alegría de la historia del fútbol de mujeres en España.

Él es Luis Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol, exfutbolista sin trascendencia, famoso porque no calla, y ahora notorio por haber besado sin permiso a una de las jóvenes campeonas, un minuto después de que esta, Jenni Hermoso, fuera felicitada por la reina de España y por la hija de esta.

A los ojos de medio mundo, y ahora ante el estupor del mundo entero, ese beso pone a Rubiales en la zona de mayor descrédito que haya vivido un directivo del fútbol nacional en una época en que una de las principales luchas sociales que se han abierto paso en España es la de la igualdad entre hombres y mujeres.

Ya ha sido difícil que las mujeres llegaran al fútbol, y luego al estrellato en el ejercicio de este deporte. Y ahora que son de pleno derecho campeonas del mundo se encuentran con que el machismo que impedía su desarrollo como futbolistas la persigue hasta en la noche de su mayor triunfo como tales.

El escándalo que ha protagonizado Rubiales por la exhibición de su cuerpo, y seguramente de su alma, ha sido la antesala de su dimisión. Por machista, por abusón, por ser más listo que nadie o quizá el más tonto de todos. Estaba condenado desde las primeras horas en que se destapó lo que por otra parte había sido tan obvio: el hombre agarra a una mujer, la posee con su cuerpo entero, no le deja otra respiración que la que él le ofrece, y todo ello ante un auditorio repleto, delante de las cámaras, obvio al mundo entero…

En esas condiciones le da un beso en los labios, un pico, como se dice, la zarandea, la agarra, en fin, la somete durante segundos a la metáfora misma del ejercicio canónico, y arruinado, del machismo, y luego la lanza, entre carcajadas, a seguir celebrando (ya besada por él, ungida por su exageración y su miseria) el honor de haber ganado, teniéndolo a él, además, como presidente.

Ha sido agotador ver tantas veces esa imagen, hasta que vinieron más imágenes, como esa que este jueves puso en su portada EL PERIÓDICO DE CATALUNYA: Rubiales porta en medio del campo el cuerpo de una futbolista. Mirando hacia atrás él parece portar así, como cargamento humano, el trofeo que ganaron ellas.

Cuando tan solo el beso era el asunto que removía su imposible prestigio y lo señalaba como culpable mayor de machismo él mantenía no solo su inocencia, sino su alegría por ser tan bueno como la historia de la selección de las mujeres. Tuvo ocasiones para pedir excusas, se las dio un periodista de la cadena de los obispos españoles. Pero él, ayudado por el mismo periodista que le reía sus gracias, consideró que era mejor denigrar a la audiencia compuesta por los que le habían afeado la gestión de su pomposa alegría, así que a todos los que lo pusieron contra la pared los llamó pringados, estúpidos o idiotas. Hasta que la realidad dio contra él y lo puso, literalmente, en el lado más oscuro de la historia del mayor homenaje civil que iban a recibir estas heroínas del fútbol al llegar a Madrid, veinticuatro horas después de un largo viaje en el que también tuvieron como vecino (y aún presidente) a Luis Rubiales.

Rubiales durante la recepción en Moncloa

Rubiales durante la recepción en Moncloa / EFE/Juan Carlos Hidalgo

Vestido con uniforme de técnico de la selección, Rubiales acudió a la sede de la presidencia de la nación, buscó su sitio entre las protagonistas y halló que en ese momento seguía siendo presidente, pero el protocolo ya lo había degradado. Era, en realidad, el alto directivo destinado a la cola del triunfo que ya le era ajeno.

El hombre ufano de la noche australiana fue, a los ojos de la historia que se hacía al día siguiente, un paria recluido en la esquina de pensar. De pensar y de callar. El saludo que le regaló el presidente Pedro Sánchez, a distancia, dándole la mano como quien le deja un recado de adiós, fue como el apretón que se le da a un bloque de hielo. Era el prólogo de un silencio que lo dejó presto para ser destituido o alejado del lugar de honor que creía disfrutar cuando besó sin permiso a la futbolista Jenni Hermoso.

El beso al descuido a una de las protagonistas de la gesta, así como el transporte igualmente obligatorio al que sometió a otra de las jugadoras por el césped del estadio, no fueron las únicas bravatas por las que ahora este hombre ha pasado a la muy nutrida historia del machismo español. País y tradición de la que viene, por cierto, la propia palabra machismo, dicha así en todos los idiomas. A esa retahíla de gestas de la noche australiana, Rubiales sumó otra que solo se tuvo a sí mismo como espejo de la exageración de su alegría.

En este caso, mientras arreciaban aplausos y celebraciones, se agarró sus genitales como si los lanzara, como síntoma alargado de su alegría, al aire del mundo. En ese placer parecía estar solo; ahora todo el mundo ha visto, como con una lupa horrorizada, a qué dedicaba el directivo esa parte de su propia celebración de la alegría.

El escándalo ha tenido la repercusión de una bomba atómica en medio de un bosque de parabienes. Al tiempo que este hombre se atrevía con un pico que vio el mundo entero las televisiones retransmitían la final del Mundial en Australia que por primera vez ganaba España, pero aquella fue una excursión, sino un drama: a punto de ganar, y a punto de perder, las jugadoras sufrieron en el presente sin futuro que es el fútbol cuando está en peligro un resultado mínimo. Esa futbolista luego zarandeada por su presidente había fallado un penalti, había llorado en el campo, vivía un drama que duró hasta el pitido final, cuando el equipo nacional español hacía valer el gol que ya había marcado Olga Carmona. Cuando esta lograba su tanto mucha gente, menos ella, sabía que su padre había muerto tras una enfermedad larga en Sevilla, su tierra. No era solo un partido de fútbol, fue una gesta de sudor y lágrimas. Rubiales no estuvo a la altura de lo que cuesta una alegría.

En medio de esos dramas marcados también por tragedias ciertas o pasajeras y por la alegría inmensa de haber ganado el campeonato, aquellas mujeres que celebraban esta gesta se subieron al podio para recibir parabienes que, por ejemplo para la reina Leticia y a su hija, invitadas de honor al festejo, eran también una gesta de la patria y un honor para el fútbol de mujeres. En un país que aun no se ha quitado la caspa tradicional de su historia machista este triunfo era asimismo una reivindicación de la lucha contra la desigualdad.

Alfredo Relaño, el más prestigioso de los periodistas deportivos de España, que fue director de As y es autor de libros de gran autoridad sobre la historia y la ética del fútbol, escribió en su periódico acerca de Rubiales y la consecuencia de sus atributos como presidente de la organización del fútbol profesional: "La cuestión, mal resuelta, es que esta 'organización privada' [la federación] tiene una alta responsabilidad nacional como frecuente embajada del país, junto al derecho a comercializar la palabra España y a disponer libremente de los jugadores y jugadoras de los clubes, estos sí privados a todos los efectos. Es un problema que cualquier patán pueda ser mascarón de proa de una organización tan representativa".

El citado patán aparecía este jueves portando a una mujer como si fuera su trofeo en medio de un césped en Australia. El punto final de la exageración de su alegría.