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Vox intoxica la campaña con la guerra cultural

Vox despliega una lona en Madrid contra el feminismo, el movimiento LGTBIQ+ y la Agenda 2030

Vox despliega una lona en Madrid contra el feminismo, el movimiento LGTBIQ+ y la Agenda 2030. / VÍDEO: EUROPA PRESS

Albert Garrido

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La llamada guerra cultural ha llegado a España cargada de malos presagios. A imagen y semejanza del magisterio impartido por Donald Trump, motivo de alarma en la sociedad liberal estadounidense, menudean las señales anunciadoras de una arremetida sin cuartel contra la diversidad de identidades, contra los derechos de la mujer, contra el diferente, contra el discrepante. En un cartel de Vox colgado en una fachada de la calle Alcalá, centro de Madrid, una mano arroja a una papelera símbolos de naturaleza muy diversa -el icono de la lucha feminista, el logotipo de la Agenda 2030, la bandera arcoíris, un senyera estelada, una bandera roja con la hoz y el martillo-, un mensaje que, si no es de odio, se le parece grandemente, una composición que nada tiene que ver con la libertad de expresión y sí con una amenaza a voces en la vía pública.

No hay novedad alguna en el comportamiento de Vox. El gobernador del estado de Georgia, Henry McMaster, republicano ultraconservador, considera que el libro de Maia Kobabe Gender Queer: A Memoir, ganador de un prestigioso premio literario, es un ejemplo de “materiales obscenos y pornográficos”. En algunos condados de Florida, los directores de las escuelas han recibido instrucciones para limitar el acceso de los estudiantes a libros sobre raza y diversidad. Según datos del PEN club de Estados Unidos recogidos por el politólogo Ian Buruma, entre julio de 2021 y enero de 2022 se prohibieron 1.648 libros en escuelas públicas de todo el país, y se espera que crezca el esfuerzo de los censores contra libros que abordan la identidad sexual y racial, añade Buruma.

El profesor José Luis Pardo sitúa a finales de los años sesenta del siglo pasado el desplazamiento de la lucha de clases a la lucha de identidad, “cuyas consecuencias están hoy muy presentes y explican lo que está sucediendo en la opinión pública”. Al extremo de que Vladimir Putin, incurso en esa lucha entre identidades que rivalizan, ha proclamado que Europa representa “los valores liberales, el laicismo, la homosexualidad, el declive demográfico y, en lugar de democracia, un lobi homosexual”, según la síntesis del mensaje del mandatario ruso hecho por la socióloga austríaca Kristina Stoeckl en el ejemplar deVanguardia Dosssier del primer trimestre de este año. Huelga decir que Putin es un político extremadamente conservador, nacionalista sin fisuras y heredero de la tradición imperial multisecular que impregna la historia de su país.

Nada puede extrañar que en ese ambiente emponzoñado se dé el caso de una residencia de Málaga en la que ha aparecido un cártel que califica la homosexualidad de pandemia y promete 20 euros “por cada enfermo capturado”. El momento desborda cuanto se haya podido decir y publicar acerca de la competencia entre modelos por la hegemonía cultural (Antonio Gramsci, el más clarividente). Quizá sea cierto que el problema surgió cuando se dejó que llamaran guerra cultural al reconocimiento de los derechos de la mitad de la mitad de la población -las mujeres-, entendido por el pensamiento más conservador y retardatario como un desafío al orden natural de las cosas, pero todos los pasos posteriores dados para reconocer señas de identidad, si no nuevas, sí ignoradas desde siempre han abundado en esa idea de la guerra cultural y han olvidado el concepto de justicia y de reparación histórica, pues es eso y no otra cosa consagrar y proteger las muy variadas formas de identidad que caracterizan nuestro tiempo.

La digestión del feminismo, de las políticas del cuerpo -con el aborto y la eutanasia en primer lugar-, de las diferentes identidades sexuales, de la movilización contra el racismo han transformado el discurso político ultraconservador en una revisión radical de la posmodernidad. Los nuevos espacios de libertad han suministrado material político suficiente para armar programas que son una respuesta a la revolución de las identidades a partir de la victoria cultural, que no política, de mayo del 68. Favorecida tal reacción por las redes sociales, capaces de conferirle una transversalidad que, antes de su existencia, hubiese sido imposible (se habría quedado en una reacción de clase frente a las propuestas de la izquierda).

Lo que se cuece en esa precampaña, con las rectificaciones y contradicciones del PP de todos los días, es si la perversión del lenguaje de Vox -violencia intrafamiliar por violencia machista, la mayor de todas- se hará con el santo y seña en caso de que los votos de sus diputados en el Congreso sean necesarios para que Alberto Núñez Feijóo sea presidente del Gobierno. Es decir, si las reservas con Vox de María Guardiola en Extremadura se harán extensivas a otros sectores del partido o si, por el contrario, sus escrúpulos y razonamientos quedarán en triste minoría. De los últimos precedentes en Europa -Suecia y Finlandia- es fácil deducir que el cordón sanitario en torno a la extrema derecha solo sigue en vigor en Alemania y, por lo tanto, el posfranquismo de Vox puede llegar a La Moncloa sin que nadie o muy pocos se rasguen las vestiduras en el mundo conservador.

Hace cuarenta años, Jack Lang, a la sazón ministro de Cultura de Francia, dijo a un grupo de periodistas: “La política cultural tiene una capacidad transformadora que no tiene ninguna otra vertiente de la política”. Entonces, al igual que ahora, era difícil llevarle la contraria, imaginar una herramienta más sutil y poderosa. La ultraderecha comparte sin duda esa certidumbre, la convicción de que el primer paso para lograr la victoria es simplificar los problemas, retorcer el lenguaje y emitir mensajes que desacrediten el cambio cultural, el reconocimiento de nuevas identidades. Las crisis encadenadas en lo que llevamos de siglo, la erosión de segmentos cada vez mayores de la clase media, los flujos migratorios y la sensación de las generaciones más jóvenes de que su estándar de vida será peor que el de sus padres facilitan enormemente, entre otros factores, la tarea a pesar de que, en el fondo del discurso ultra, alienta el propósito de desmantelar el Estado del bienestar, único escudo protector de los más vulnerables.