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Los rivales de Trump compiten donde él quiere

Los partidarios del expresidente de EE. UU., Donald Trump, y los partidarios del gobernador de Florida, Ron DeSantis, sostienen carteles en apoyo de su candidato.

Los partidarios del expresidente de EE. UU., Donald Trump, y los partidarios del gobernador de Florida, Ron DeSantis, sostienen carteles en apoyo de su candidato. / REUTERS/Alyssa Pointer

Albert Garrido

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Ron DeSantis, gobernador de Florida, participa desde el miércoles en la carrera para ser el candidato del Partido Republicano en la elección de noviembre de 2024 en medio de una proliferación de aspirantes que, si se cumplen los pronósticos, tienen escasísimas posibilidades de seguir en competición al final del primer trimestre del próximo año. De Santis es teóricamente la excepción, aunque Donald Trump le saca 30 puntos de ventaja en la preferencia de los votantes republicanos, y puede serlo también el exvicepresidente Mike Pence si finalmente da el paso y decide enfrentarse al candidato a la presidencia con quien formó ticket en 2016. Pero esa excepcionalidad de DeSantis y quizá de Pence no debe inducir a confusión: nadie parece con arrestos suficientes para medirse a Trump con posibilidades de contrarrestar su popularidad ante el electorado conservador, muy conservador o ilimitadamente conservador, afecto al gran eslogan nacionalista del expresidente, Make America Great Again (MAGA).

La desastrosa puesta en escena de la candidatura de DeSantis en las primarias a causa de los problemas técnicos que surgieron en Twitter y su asociación con Elon Musk, propietario de la red social, apenas hubiese sido un accidente si la ventaja que Trump saca a sus competidores republicanos no fuera la que es. Por tal motivo, es bastante más que un traspiés para quien está empeñado en emular la gesticulación resolutiva del multimillonario, según se desprende de las primeras señales emitidas, dispuesto a librar una guerra cultural extrema como la que lleva a cabo en Florida.

Un antiguo asesor republicano ve en ello un gran error de cálculo porque sitúa la batalla política en el terreno en el que mejor se mueve Trump: denostar el proyecto de una sociedad democrática, multirracial, multicultural y razonablemente liberada de sus demonios familiares, dispuesta a enfrentar los grandes retos de la emergencia climática, el cambio en los procesos de producción y la articulación de una relación con China estable y previsible. DeSantis no es el único que cayó en la trampa, otros posibles candidatos se disponen a seguir el mismo rumbo, pero en el caso del gobernador la equivocación resulta especialmente llamativa.

Son bastantes las razones para compartir la idea de que DeSantis se ha sumergido en “una batalla cultural absurda”, como se dice en un editorial del diario Le Monde. Las disposiciones adoptadas por el gobernador que limitan el derecho al aborto, impiden a las escuelas abordar cuanto atañe a la raza, al género y al sexo y han abierto una brecha en la relación de la Administración de Florida con la compañía Disney, con más de medio siglo de presencia en el estado, pueden ser útiles para fijar el voto en un entorno propicio, el del republicanismo más anclado en la doctrina MAGA, pero es imposible exportarlas con éxito a los 50 estados. Los asesores de Trump lo saben: el expresidente tiene garantizada la papeleta del 35% de los votantes republicanos, una base sólida para ganar la nominación, pero son conscientes de que tal porcentaje es del todo insuficiente para tener posibilidades de ganar a Joe Biden. De ahí su comportamiento desde hace meses: alimentar una divisiva e “interminable guerra civil” -la expresión es de Le Monde- que modula los mensajes y la sal gruesa según los auditorios.

Varias pistas permiten sopesar hasta qué punto es difícil que un republicano convencional, sin estridencias, ose salir al paso de Trump y disputarle su candidatura. Cualquier otro político que hubiese enfrentado dos impeachment, una condena por agresión sexual, varias investigaciones sobre el comportamiento de sus empresas con el fisco y el recuerdo del asalto al Congreso, el 6 de enero de 2021, carecería de posibilidades, en cambio Trump ha logrado que todo eso no degrade su figura ante los suyos, es incluso posible que la refuerce a ojos de sus millones de incondicionales. Tampoco le afecta la derrota de 2020, que sigue negando, o el buen comportamiento del Partido Demócrata en las midterm del año pasado. Trump lo metaboliza todo y se mantiene a flote, acude a la convención de la Asociación Nacional del Rifle mientras se suceden los tiroteos, Fox News le da cancha siempre que lo precisa y no se achanta cuando le entrevista un medio liberal.

Tampoco ha perdido Trump la condición de referencia universal para las extremas derechas. Su eco resuena en campañas electorales tan distintas y distintas como la de las legislativas de Finlandia o las autonómicas de Madrid. En todas las convocatorias hay un rastro trumpiano de desprecio por la cultura democrática, de nacionalismo agresivo, de utilización espuria de la idea de libertad.

“Lo que más debilita a la extrema derecha es la confrontación con los argumentos, con los hechos”, dice el profesor Daniel Innerarity. Tan cierto como que el trumpismo y sus acólitos en todo el mundo eluden la confrontación todas las veces que les es posible, y si el expresidente no puede negarse a comparecer en los tres debates televisados que preceden a la elección presidencial, en otros lugares -España, incluida- tal cosa es posible sin mayor desgaste para quienes lo hacen. En el diseño de la campaña de Trump no ocupa un lugar destacado medirse con sus adversarios, ni siquiera con los de su propio partido, que, por lo demás, se han puesto en marcha llevando el debate de ideas al espacio y al griterío que conviene al expresidente.

Es difícil que Trump acceda este año a enfrentarse a DeSantis en un plató de televisión o en un debate organizado por una institución académica, incluso si esta es reconocidamente conservadora. En primer lugar, porque el gobernador lo es porque la Casa Blanca lo promocionó en 2018; en segundo lugar, porque no le hace ninguna falta. Pero es asimismo improbable que DeSantis piense debatir a medio plazo con Trump; tiene varios motivos para temer lo peor después del episodio vivido en Iowa: una cámara le captó cuando simulaba reírse para seguir la corriente al público y su falsa carcajada se hizo viral en las redes sociales. Su equipo sabe, además, que su historial de éxito en Florida no impresiona demasiado más allá de los límites del estado.

Freddy Gray, un analista incisivo del semanario conservador británico The Spectator, va más allá al analizar el modus operandi de DeSantis: “El único problema es que sus ambiciones presidenciales parecen desvanecerse al contacto con la realidad”. Sucede que cuanto proclama es poco útil en la llamada América profunda, en las bolsas de votantes trumpianos que impugnan el statu quo dentro y fuera del país desde que los neocon colonizaron la Administración de George W. Bush y el Tea Party sembró la semilla del conservadurismo extremo, triunfante en la elección presidencial de 2016. Ni siquiera aquellos republicanos que no quieren que se repita en 2024 el espectáculo de noviembre de 2020, cuando Trump se negó a reconocer su derrota, ven en DeSantis el líder capaz de evitar que se repita el esperpento.

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