Opinión |
Ágora

El cierre de la Escola del Carme: 37 amigos

Justo en la frontera entre Sants y Les Corts, la Escola del Carme ha sido desde siempre la sangre que ha regado las venas del barrio

patio escuela

patio escuela / Manu Mitru

Jordi Casas

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Mi escuela echa el cierre. La mía y la de tantas generaciones. Justo en la frontera entre Sants y Les Corts, la Escola del Carme ha sido, desde siempre, la sangre que ha regado las venas del barrio.

Ya hace años que fui a la Escola del Carme. Eran tiempos en que salíamos del cascarón con la hora en la muñeca, el ‘walkman’ en el cuello, el Maremàgnum en el muelle y el Tamagotchi en la mano.

En mi escuela, la señorita Laura me cambiaba los pañales; la señorita Maria, mi madre, que trabajó allí toda su vida, me enseñaba a leer, y Montserrat, Pilar, Àngels, Dolors, Rosa, Rai, me controlaban la adolescencia.

Eran tiempos de jugar a indios y vaqueros, de juntar el papel de plata de los bocadillos para hacer un balón y de llamar al timbre de los amigos para que bajaran a jugar al fútbol en la plaza del Centre. Tiempos de chivas, pie bueno, tute y gua. De comprar un ‘flash’ por un duro al salir de clase. ‘Panellets’ y ‘penellons’. Urruti, Migueli, Schuster, Carrasco y Lineker.

En mi escuela vestíamos bata blanquiazul y un chándal azul marino casi negro con franjas blancas a los lados; sí, clavadito al que llevaba el Di Stéfano de Arús en el Força Barça. Nos sentábamos en pupitres dobles y el de al lado se convertía en hermano de sangre de por vida. Y, como todos los niños, ansiábamos la hora del recreo, aunque el patio fuera un solar de tierra con una portería pintada en la pared.

El señor Pinyol nos hacía las fotocopias y nos echaba Reflex si nos hacíamos daño. La señorita Elena, la directora, tenía ojos hasta en el último rincón del planeta y nos recordaba, mientras pensábamos alguna excusa ingeniosa para evitar una bronca, que «el ‘pensé que’ y el ‘creí que’ son parientes del ‘tonteque’».

Y luego estaba Quimet. Quimet vivía, se desvivía, por nosotros. Con él eran las colonias alternativas y las aventuras con linternas en el bosque y el ‘camí de la por’. Nos hacía sentir mayores. Gracias a él, jugábamos a balonmano desde benjamines. Podría contar con los dedos de una mano los partidos que ganamos, pero cuando lo hacíamos... no tenía precio.

Eran tiempos de «À la ville de... Barcelona». Tiempos de Hombres G, Loquillo, Los Rebeldes y Mecano, hasta que empezamos a cantar versos ya legendarios como «molt tocat per la tramuntana», «Tarragona m’esborrona» y «servil i acabat... boig per tu».

Las hormonas bailaban la conga y llegaban ‘Dirty dancing’ y la lambada. E, inevitablemente, el primer amor. Y venga miradas cómplices y la bilirrubina por las nubes, pero mejor que estemos con todo el grupo de amigos, que si nos quedamos a solas no sabré qué decirte. Digo grupo, en singular, pero tenía más de uno, porque, en mi escuela, todos los niños de la clase, 37 en la última foto que conservo, éramos amigos.

Eran otros tiempos, que más que buenos o malos, eran los míos y han sido los únicos. Unos tiempos, los míos y los del resto de promociones de los 96 años de vida de la escuela, que, a final de curso, pasarán del color sepia al blanco y negro.