Opinión |
La Tribuna

La cumbre y el independentismo

Ante el encuentro hispano-francés, Pedro Sánchez quería el rédito de mostrar una Catalunya dominada, y ha conseguido sacudir al independentismo y atizar el fuego de la revuelta

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y el presidente de Francia, Emmanuel Macron

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y el presidente de Francia, Emmanuel Macron / Fernando Pérez

Pilar Rahola

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No sé si es inconsciencia (y no han calculado los daños) o estrategia (para exhibir méritos políticos), o tal vez se trata de un peculiar oxímoron que mezcla ambas opciones. Sea como fuere, todas las declaraciones previas del Gobierno español en la cumbre entre España y Francia, que se celebrará este 19 de enero en Barcelona, han ido en la dirección de despreciar, indignar y activar al independentismo catalán. La soberbia con que Pedro Sánchez y su ministro Bolaños han anunciado el encuentro como la demostración del final del 'procés' catalán, es decir, un tipo de trofeo que se mostraría a Macron y a Europa, para demostrar que tienen controlada a la sediciosa Catalunya, no solo no ha servido para garantizar la pretendida calma, sino que ha desembocado en todo lo contrario: agitación, indignación y movilización. Es decir, Sánchez quería el rédito de mostrar una Catalunya dominada, y ha conseguido sacudir al independentismo y atizar el fuego de la revuelta.

De hecho, como resultado de esta soberbia política, Sánchez ha conseguido un milagro todavía mayor, el de la unidad de las entidades independentistas, que vivían un tiempo de tensa división. Es cierto que el PSOE todavía puede esgrimir las buenas relaciones con el Gobierno catalán -minoritario y minorizado-, pero incluso esta alianza puede resultar muy incómoda para ERC los próximos días, si la movilización va tomando cuerpo de manera importante. ¿Cómo es posible que ningún estratega de la Moncloa haya considerado las consecuencias de plantear la cumbre como una victoria sobre el Primero de Octubre y todo lo que pasó posteriormente? No tener en cuenta las heridas abiertas en Catalunya, entre otras el exilio y los miles de personas encausadas -causas que van goteando día a día-, y obviar que la 'calma' catalana se ha debido exclusivamente a la represión y no a la política, es, en el mejor de los casos, de una estrechez de miras considerable, en el peor, una indecencia. Sánchez continúa negando dos hechos que son inapelables: que 2017 fue la eclosión de un conflicto territorial secularmente no resuelto; y que este conflicto no nace con el 'procés', sino que arraiga en la memoria de tres siglos de resistencia. Es evidente que la represión puede parar la reivindicación nacional, como así ha pasado cada vez que se ha levantado la bandera, pero la historia demuestra que 'conllevar' el conflicto, por decirlo en los términos orteguianos, no quiere decir resolverlo.

El hecho es que, si Sánchez pensaba mostrar un botín victorioso al amigo francés, es muy probable que solo consiga un disparo en el pie. De momento, las consecuencias son todas favorables al independentismo: ha dado relevancia al papel del 'president' Puigdemont, que es quien ha encabezado la protesta, con la notoriedad pertinente del Consell per la República; ha creado las condiciones para zurcir diferencias entre Òmnium y la ANC y propiciar una unidad que va más allá y ya suma a decenas de entidades ciudadanas; ha situado al Gobierno catalán, y especialmente al 'president' Aragonès, en una posición muy difícil, porque si va a la cumbre quedará todavía más retratado ante el independentismo, que mayoritariamente ya cree que su presidencia es irrelevante; y, finalmente, ha remarcado la soledad de ERC en su giro estratégico, que se verá más desnuda en cuanto a sus alianzas en el terreno nacional. Para Esquerra, tan malo será no participar en la protesta, y tener que vender excusas de mal pagador al independentismo, como participar, con el consiguiente daño a sus relaciones con los socialistas. Doble giro mortal. Y, no hace falta decirlo, se acaba de matar la farsa de la mesa de diálogo.

Ciertamente, si Sánchez lo consideraba una jugada maestra para sacar rédito del conflicto catalán y sacar pecho ante Macron, a estas alturas ya debe de saber que le puede salir mal. Planteada la cumbre como una humillación al independentismo, la reacción era más que previsible. Además, hay que añadir el agravio de una bilateral España-Francia en suelo catalán, los dos estados que gobiernan la troceada nación catalana, lo cual tiene un enorme simbolismo en Catalunya. En resumen, la chapucería de siempre del nacionalismo español: buscar la ganancia electoral a expensas del conflicto catalán. A veces les sale bien. Esta vez no parece tan probable.