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El aumento de la agresividad
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Navaja, cultura o síntoma

La difusión del uso de armas blancas es un síntoma de agresividad al que se debe reaccionar con políticas de seguridad pública y perspectivas de futuro

Muere apuñalado un joven en la avenida del Paral·lel de Barcelona.

Muere apuñalado un joven en la avenida del Paral·lel de Barcelona.

En el manual de reacción rápida ante un hecho luctuoso o que comprometa la buena imagen de una institución, territorio o colectivo, la expresión «hecho aislado» para minimizar lo sucedido, amortiguar el sentimiento de alarma y difuminar responsabilidades es el recurso al que se recurre con más facilidad. Deberá ser sujeto de análisis más profundos calibrar hasta qué punto ha llegado el incremento de la agresividad en las calles, entre los colectivos juveniles pero no solo entre estos, incluso en las relaciones más cotidianas y hasta en los intercambios verbales en cualquier discusión banal. Pero lo que es difícil negar es que detrás de hechos diversos como la resistencia mostrada ante las fuerzas policiales en las primeras concentraciones festivas en las calles postconfinamiento, hechos de vandalismo urbano, reyertas en ocasiones con resultados mortales en el contexto del ocio nocturno e incluso el incremento de violencia sexual con menores y jóvenes implicados hay algo más que una suma de hechos aislados. Más bien un clima social que debería mover, si no a la alarma estigmatizadora, sí a una activa preocupación.

Uno de los factores de preocupación para las fuerzas policiales es la posesión, exhibición y uso de armas blancas, implicadas en varios homicidios en los últimos meses. A diferencia de la posesión sin control de armas de fuego, que, como se ha demostrado en otros países, es en sí misma un factor de riesgo relacionado directamente con un incremento de la mortalidad en hechos violentos e incluso accidentales, el uso de navajas o cuchillos (o incluso, en sucesos llamativos, armas propias de las artes marciales) no es de por sí un factor de riesgo primario. Pero algunas de las reyertas que han acabado con resultado de muerte podrían haber tenido un desenlace menos grave si los implicados no hubiesen tenido una navaja a mano.

En cualquier caso, la difusión del uso de armas blancas, como sucedió en otros momentos lejanos en el tiempo, es un síntoma de un determinado nivel de agresividad. Con qué nivel de gravedad sería aún objeto de debate: puede llegarse a considerar que se ha consolidado en algunos colectivos especialmente dispuestos a buscar brega la «cultura de la navaja» a la que aludió el responsable municipal de seguridad de Barcelona, Albert Batlle, o el incremento de decomisos, quizá ser en parte un efecto secundario del mayor número de controles y registros realizados por los agentes, alertados por un clima preocupante de banalización de la violencia y de crispación que va más allá del ocio nocturno, y que con conductas grupales y consumo de alcohol y otras sustancias se mueve peligrosamente en los márgenes de la agresión sin freno.

El final del confinamiento y de las restricciones en la movilidad del ocio nocturno pudieron funcionar como detonante de una presión acumulada, pero no solo la asociada directamente a las dificultades acumuladas durante el periodo pandémico. Diversos expertos que exponen hoy sus análisis en estas páginas señalan un cúmulo de males de base, desde la frustración por las difíciles perspectivas de integración social y laboral a una mucho menos objetivable dificultad para gestionar el malestar que deriva en problemas mentales, conductas autolesivas y agresiones contra terceras que pueden no ser ajenas a un repunte de una masculinidad rabiosa a la que se podrían buscar bastantes promotores. En definitiva, un contexto al que se debe reaccionar desde políticas de seguridad pública siendo conscientes de que sin ofrecer perspectivas de futuro con un horizonte más amplio, de poco van a servir.