Twitter: Si no me gusta es 'fake'
La liberación del pajarito tuitero a cargo de Musk no hará más que impulsar el incremento de la agresividad y la intolerancia de los usuarios
Xavier Bru de Sala
Escritor y periodista.
Así estamos. Twitter es ahora mismo, y más que lo será cuando Elon Musk levante las barreras, el territorio de la simplificación binaria y chapucera: me gusta; no me gusta. Si me gusta es cierto, irrefutable, seguro. Si no, pues uso el poder de destrucción del clic y queda fulminado, no solo el mensaje sino sobre todo el mensajero. Satisfacción en ambos casos. Hecho. Que lo sepan todos. El planeta respira algo mejor, y el tuitero aún más. Creemos que pisamos tierra firme y avanzamos con paso seguro cuando en realidad somos arrastrados por una marea que se nos lleva hacia la inanidad, mientras nos inocula la ilusión de cada día: ¡Estoy cambiando el mundo! Ni nos planteamos que la libertad de palabra agresiva y la irresponsabilidad de lanzar dardos a diestro y siniestro nos están volviendo peores. Más egocéntricos, más eufóricos, más orgullosos de las propias, inútiles, pasajeras, conservadoras y desesperanzadas bocanadas de indignación.
Si la mayor parte de frases disparadas en Twitter no fueran solo palabras, palabras cargadas solo con mala leche, sino balas auténticas, se acumularían los cadáveres. El tuitero típico ya se levanta dispuesto a ejecutar. En vez de vestirse, se reviste con la toga del juez y se prepara para empuñar el 'smartphone' como si fuera un arma y clicar como si disparara. Se libera de complejos y, en vez de morderse la lengua, se prohíbe releer con calma ponderada la sentencia antes de tuitear fuego a discreción. Algunos, más cautos y pérfidos, encajan el silenciador y ponen cara de santito pero por dentro, y se nota, hierven como los demás inmersos en su propia mala leche. No es que tengan más escrúpulos, es que son tan buenos que se niegan a verse tal y como son, cómo los ha transformado y puesto en evidencia el gran 'Black Mirror' de la red. Oculta o evidente, la intención de los tuits es imponerse en el fragor de la batalla y destruir. Twitter podría ser una herramienta estupenda de diálogo, un ágora donde sacar el agua clara o el entramado de temas que preocupan. Hay personas, y son la excepción, y ello les honra, que escriben hilos informativos de gran interés, claro, pero casi siempre encontrará almas dispuestas a utilizarlos como munición.
¿No queríamos democracia participativa, igualitaria, no queríamos suprimir el elitismo para que pudiera aflorar el propio narcisismo? Pues ya está. Tal y como preveía el gran visionario Giambattista Vico desde su Nápoles a caballo entre los siglos XVII y XVIII, la edad democrática desemboca en la edad caótica. En efecto, el caos, la sensación de lucha por la supervivencia, que es casi lo único que nos queda por compartir, siempre desde la insolidaridad, es la mejor garantía de la estabilidad del poder y la acentuación de las desigualdades. A Elon Musk no le basta con ser el hombre más rico del mundo. Ha comprado Twitter porque quiere influir en el curso de la historia en un sentido que los lectores de este diario no comparten. Estados Unidos, en vez de defender la libertad y la democracia, debe tener contentas a las dictaduras y dejar que se expandan, Rusia en Ucrania, China en Taiwán. Y que el extremismo, sobre todo el de derechas, campee por las redes, empezando por la suya. Edad caótica a beneficio de los organizadores y controladores del caos.
La liberación del pajarito tuitero a cargo de Musk no hará más que impulsar el incremento de la agresividad y la intolerancia de los usuarios. La mayoría están predispuestos a ello. Solo necesitan más campo para correr. Más aún, y aún peor, la red alimenta la intolerancia irreflexiva y nos convierte así en cómplices y garantes de lo que no deberíamos querer. Una complicidad que se ejerce al aceptar el contrato subyacente de compartir el poder. Una parcela propia de poder en un clic. Disparar, relajarnos, quedar descansados porque ya nos lo quitamos de dentro y lo hemos escupido a la cara de alguien. Forma parte del hedonismo al que aspiramos, objetivo y meta de todo individuo que no renuncie, y son pocos, a altas cotas de individualismo. Ahora, gracias a Twitter, es mucho más fácil y barato cabrearse. El clic mágico comporta también el efecto balsámico de descomprimirse de la indignación y transformarla de forma inmediata en anestésica autosatisfacción.
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