Opinión |
Artículo de Miqui Otero

A favor de la vacuna de la nostalgia

Ante esa doble negación, de futuro y de presente, la gente se refugia en el pasado

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madelman / RICARD CUGAT

Miqui Otero

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En varios artículos publicados a finales de los setenta, J. G. Ballard ya decía que el futuro no tenía futuro. Hoy, en 2022, se tiene nostalgia hasta de tener nostalgia.

La nostalgia, esa emoción de anhelo intenso por lo perdido, esas ganas de regresar a un lugar o tiempo estilizado por la imposibilidad de volver a él, ha tenido mucha y muy mala prensa últimamente. Listos (con cursiva) la sentencian con paternalismo como muy tóxica o la ensalzan con demasiado entusiasmo como la fórmula mágica. Los primeros son bastante pesados y algo insensatos (la postura presupone comprar, aún a día de hoy, una idea clara de progreso y una especie de fe idiota en el futuro); los segundos, peligrosos (su discurso puede conducir a lo reaccionario, cuando no a lo totalitario). Ambos podrían darse cuenta de que, en realidad, la nostalgia es como la soja o el azúcar, el capital de Florentino Pérez o el qatarí: está en todos los lados, incluso donde no se ve a primera vista. Así que pretender obviar la nostalgia, o pensar que puedes evitarla hoy, es tan presuntuoso como pretender vivir (ganarte la vida) sin conexión a internet. 

De un lado, los que consideran que es una actitud absurda de lelos que reivindican a David el Gnomo y la Manoloca sin saber que están azuzando el trumpismo; del otro, los que opinan que solo en el rescate acrítico del pasado (estudiemos otra vez los reyes godos y los afluentes del Tajo) está la solución para el futuro. Como sucede en cualquier debate complicado de nuestro tiempo, ambas posturas, tan tajantes, son, si no nostálgicas, al menos sí melancólicas.

Vayamos a la raíz del término. En la década de 1680, un joven estudiante de medicina, Johannes Hofer, recaba rumores sobre una rara enfermedad que padecían los mercenarios suizos destinados lejos de los Alpes. Los soldados añoraban de forma intensa su hogar y padecían convulsiones y sudores nocturnos. El futuro médico llamó a esa enfermedad nostalgia (del griego 'nostos' y 'algia', regreso a casa y dolor) y el término prosperó: se hizo fuerte a medida que los ejércitos se modernizaban y las guerras se recrudecían. Pero, en un mundo más conectado, con trenes más rápidos y aviones conectando continentes, no se trataba de echar en falta un lugar, sino un hogar en un momento determinado del pasado. 

Desde hace tiempo, se ha reflexionado mucho y bien sobre hasta qué punto nuestra sociedad padece de nostalgia. Lo hizo Simon Reynolds en su ensayo 'Retromanía', donde se fijaba en todo el negocio cultural de las sagas de películas que habían triunfado años atrás o de las cajas recopilatorias de grupos de dos y tres décadas antes. Y lo hace, y muy bien, ahora Grafton Tanner en 'Las horas han perdido su reloj. Las políticas de la nostalgia', que acaba de editar Alpha Decay. 

Es obvio que la capitalizan empresas y la explotan electoralmente, sobre todo partidos de derechas populistas, incluso posfascistas. ¿Pero por qué les funciona más que nunca? 

No es fácil confiar en el futuro en camiseta corta en noviembre, con un cambio climático que podría, en las próximas décadas, convertir en inhabitable una quinta parte de la superficie del planeta. Pero tampoco es fácil entender un presente hiperacelerado, en el que un día desayunas oyendo que un cohete chino descontrolado podría caer en tu ciudad y que un nuevo virus zoonótico ha brotado en la otra parte del mundo. El presente, con sus mil noticias dispersas que escapan a nuestra comprensión, se parece mucho al Twitter manejado de forma caprichosa y casi hipomaníaca por Elon Musk. Va tan rápido que Penguin Classics publica en su colección a Morrissey y se le da el Nobel de la Paz a Obama nada más tomar el mando.

Fíjense en las primeras semanas de confinamiento durante la pandemia: 24 horas después de encerrarnos, estábamos horneando pan y bizcochos, pintando dragones con témperas en hueveras y usando cajas del Can Fruitós para construir castillos. Habían pasado solo unas horas y teníamos Netflix, pero, ¿a qué vino esa reacción? En mi opinión, fue fruto de la incomprensión de la crisis presente y del miedo al futuro. Fue nuestra forma de volver a la vida en la cabaña del bosque, aunque viviéramos en un piso sin balcón de Barcelona.

Ante esa doble negación, de futuro y de presente, la gente se refugia en el pasado. Porque el capitalismo hace dinero con la nostalgia al tiempo que la ofrece como único refugio contra la velocidad del sistema. Y todo es cierto, pero la nostalgia también puede servir para no olvidar algunas figuras históricas benignas y algunos derechos sociales adquiridos, para no identificar necesariamente progreso tecnológico con humano o para defender la diferencia local contra un mundo globalizado y clónico.

La nostalgia crítica puede servir para evitar la nostalgia restauradora, la totalitaria, del mismo modo que una vacuna que inocula cierta dosis de un virus puede ahorrarnos enfermar de gravedad.

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