Guerras de agua
Los períodos de sequía como el que estamos viviendo este año acentúan esa confrontación llevando los enfrentamientos al debate popular
Julio Llamazares
Escritor
Escritor. Autor de 'Luna de lobos', 'La lluvia amarilla', 'Cuaderno del Duero' y 'Atlas de la España imaginaria'.
Julio Llamazares
Mientras que la guerra por la energía se libra a nivel global (ahí está Putin cortándole el grifo del gas a Europa), las del agua aún son locales, lo que no quiere decir que sean menos desestabilizadoras. Incluso dentro de los países, las disputas por el agua suponen una causa de confrontación continua, como los españoles sabemos bien de hace tiempo.
Los períodos de sequía como el que estamos viviendo este año acentúan esa confrontación llevando los enfrentamientos al debate popular, nada objetivo ni razonado salvo excepciones. En el nombre de la necesidad todo el mundo se considera con derecho a tener agua, incluso a patrimonializarla en exclusiva, sin tener cuenta a los demás, ya sean estos los damnificados por las grandes obras públicas encaminadas a almacenar ese agua (los embalses), ya sean los vecinos de más abajo del río, que tienen tanto derecho como cualquiera a disfrutar del agua de todos. Porque esa es la cuestión principal: el agua no es de nadie y es de todos, viva donde viva cada uno.
Esta semana he asistido con estupefacción al levantamiento de los agricultores del sur de la provincia de León exigiendo del Gobierno el incumplimiento del convenio firmado con Portugal en 1998, por el que España se compromete a repartir con el vecino país el caudal de los ríos que compartimos con él, algo que parece tan de cajón que ni el derecho internacional se precisa para explicarlo: los ríos que recorren más de un país están sujetos a un aprovechamiento común, es decir, no puede ser que el que el río cruza primero se quede con toda el agua que lleva sin dejarles nada a los siguientes. Pero a los agricultores del sur de León parece que el derecho internacional les trae al pairo. Necesitados de más agua, como todos, protestan de que el Gobierno español cumpla con sus compromisos, en este caso con Portugal, y se han echado a la calle con sus tractores al grito de '¡El agua es nuestra!'. Un grito que uno ya escuchó en catalán ('Lo riu es nostre!') en el delta del Ebro, cuando el proyecto fallido de Aznar y Pujol de desviar agua del Ebro a Barcelona y a Levante y, antes, en los ochenta, en León, cuando los agricultores del sur de la provincia, esos que ahora se manifiestan quejándose de que parte del agua de los embalses del norte se vaya a Portugal a través del Duero, reclamaban solidaridad a los riañeses para que abandonaran sus casas y permitieran el cierre de la presa que los condenaría al exilio. La solidaridad que reclamaban a los demás para poder regar sus cultivos parece que a ellos no les compete, como si el agua de los embalses de la provincia fuera suya en exclusiva.
No hay ninguna norma legal ni moral que diga, que yo sepa, que el agua es propiedad de nadie y, si lo fuera, sería de aquellos que primero la ven pasar, que no son precisamente los agricultores de la meseta por mucho que ellos lo crean así. Un río, como el aire, no es de nadie y, por lo tanto, su aprovechamiento ha de ser común y sus beneficiarios debemos ser todos, tanto los que viven en su nacimiento como los que lo hacen en su desembocadura. Y da igual que estos se produzcan en provincias y en países diferentes. Tener que recordar esto es como tener que recordarle a un niño que los columpios y juegos del parque son de todos y que hay que compartirlos con los demás. Se lo dice a los agricultores del sur de León una persona que se quedó sin pueblo para que ellos puedan regar.
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