Opinión |
Artículo de Jordi Serrallonga

La mesa del Canigó

Puntos fijos... ¿nos sentimos más cómodos, seguros y creativos repitiendo el mismo entorno?

Biblioteca del Ateneu Barcelonès

Biblioteca del Ateneu Barcelonès / JULIO CARBO

Jordi Serrallonga

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Cada club instaura un conjunto de normas, y cada persona es libre de decidir si las acepta, o no. Por ejemplo, soy de los que hubiese acatado el estricto código de conducta del Club Diógenes solo para cruzarme con Sherlock Holmes y el Dr. Watson durante sus visitas al hermano del detective: Mycroft. La regla más draconiana: prohibido hablar salvo en el Salón de Forasteros. Tres faltas –incluido saludar a otro socio– bastaban para ser expulsado del selecto club londinense. Sir Arthur Conan Doyle, en 'La aventura del intérprete griego', pone en boca de Sherlock las siguientes palabras: "Mi hermano fue uno de los fundadores, y yo mismo he encontrado allí una atmósfera muy relajante". Una atmósfera muy relajante es la que encontré, hace décadas atrás, en la biblioteca del Ateneu Barcelonès. La cuota de estudiante era asumible, mientras que la del Club Diógenes siempre hubiese estado fuera de mis posibilidades. No dudé en solicitar la admisión; entonces, con el aval de dos socios históricos. Hasta que una vez dentro, con carné en mano, tomé «posesión» de mi punto fijo en la biblioteca modernista. En concreto, una de las sillas bajo la pintura del techo que ilustra el amor entre Venus y Marte.

Mesa inclinada, lámpara con globo de cristal, vistas al estanque, silencio... y vitrinas repletas de libros. El lugar perfecto para leer y escribir. Eran tiempos plácidos y, al sumergirte en aquel santuario del saber, resultaba fantástico comprobar que tu sitio –ni más a la izquierda, ni más a la derecha– siempre estaba libre... esperándote. Hasta que, con los años, y el éxito de la institución entre los que clavan codos para el examen MIR y otros opositores diversos, las cosas cambiaron.

¿Somos animales de costumbres? ¿O, simplemente, maniáticos? Fue ver mi punto fijo ocupado, un día sí y un día no, y comprendí la desazón de Sheldon Cooper cada vez que alguien se sienta en el extremo izquierdo de su sofá. Me adapté a otras ubicaciones dentro de la biblioteca, pero la inspiración para la redacción de libros y artículos no fluía de la misma manera. Había que dar con otro punto fijo que el jardín romántico del Ateneu, la isla urbana poblada de gorriones, mirlos, tórtolas, petirrojos y palomas, tampoco podía asegurarme; y no solo porque sea un paraíso concurrido sino porque dependes, lógicamente, de la climatología.

Empecé a frecuentar el Bar Canigó, de la plaza Revolució, en mi etapa como vecino de Gràcia. Fue entrar y lo vi rápido. Allí, en una esquina, estaba el segundo punto fijo ideal. La mesa que toca a la pared izquierda; al fondo. Del techo cuelgan un par de viejos ventiladores y, aunque sin piano, ruleta ni humo de cigarro, el escenario recuerda al Rick's Cafe Americain de 'Casablanca'. Conserva la pátina de la madera antigua y el estilo de un auténtico establecimiento clásico; de los pocos supervivientes en Barcelona. Y es que el local cuenta con una dilatada historia, tanto que el pasado mes de julio celebraron el centenario de su abertura por parte de Josep Parcerisas. Un siglo después, los descendientes de cuatro generaciones, junto a otros trabajadores de sala y cocina, siguen al pie del cañón. A diferencia del Club Diógenes, hay wifi, no son misóginos y hablar es fundamental. Tanto que, entre tortilla de alcachofas, croquetas y cerveza, muchas de las ideas y opiniones que allí tecleo son motivo de debate con Sara y Miquel Àngel. Llevan el timón del bar, y no dudan en señalar hacia la esquina cuando un forastero me busca. Es «mi mesa en el Canigó».

Marché del barrio y, entre clases y reuniones por la 'city', sigo necesitando del Ateneu y el Bar Canigó para recalar, pensar y escribir. En L'Hospitalet, le estoy tomando la medida a un banco público de la plaza de l'Ajuntament. ¿Nos sentimos más cómodos, seguros y creativos repitiendo el mismo entorno? Al final es muy posible que todo se reduzca a que soy un tipo raro, pues descubro que estos puntos fijos también los he construido por varios rincones del mundo. Cuando regreso al Serengueti, a las Galápagos o al pub 'The White Horse' en Oxford, busco la misma acacia, roca y añeja mesa para escribir el diario de viaje. Lo dicho, ¿costumbre innata de la especie humana o manía personal de este primate?

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