Refugiados ucranianos: ¡Pero si tiene jabón!
El agua del mar no apagaría el infierno que merece Vladimir Putin por hacerle esto a los niños, a nuestros niños, que son todos los niños
Juan Soto Ivars
Escritor y periodista
Juan Soto Ivars
Una niña que vio el mar por primera vez agarrada a mi mano. Eran tres semanas de colonias en Villablino, y una de las actividades era la excursión a la playa de Colunga. Íbamos malhumorados por el clima de Asturias sin saber que la hija de una cajera de supermercado leonesa, de once años, no había visto el mar. La precariedad convirtió la cercanía geográfica en una distancia insalvable para ella. Lloviznaba en Colunga. En pleno agosto, el viento tiraba de los anoraks como un perro rabioso, pero esta niña abrió los ojos a la desmesura del océano. La acompañé a la orilla, se acercó temerosa. La espuma corría sobre las olas.
“¡Pero si tiene jabón!”, chilló. Este recuerdo aflora en los últimos quince meses, porque cuando uno tiene un hijo todos los niños son su hijo. El mío ya ha visto el mar y se ha bañado, pero la niña de León es parte de él sin que él lo sepa, como lo son todos esos niños ucranianos que huyen de la guerra o perecen en ella. Soy incapaz de ver las imágenes de la televisión si salen niños, como lo soy de ver sufrir a mi hijo. Las apago todas salvo una, que me llega por Chapu Apaolaza.
Chapu tiene un corazón de oro. A los pocos días de guerra se enroló a una caravana organizada por Abelardo Bethencourt para traer refugiados ucranianos desde la frontera de Polonia. Tras cinco mil kilómetros de carreteras y 24 personas a salvo, hicieron una parada en San Sebastián para dejar a una madre y sus hijos que conocían a alguien en la ciudad. Entonces supieron que el niño Iria y la niña Ieva, hijos de Irina, cuyo viaje terminaba en casa de Sira, en Boadilla del Monte, no habían visto el mar. El hotel Olarain regaló habitaciones para que la caravana pudiera detenerse en el milagro.
Esos niños habían pasado unos días en un sótano, resguardándose de las bombas, sin apenas comida ni agua, hasta que escaparon. Tres días en bus hasta Polonia, donde los recogió la caravana de Chapu y Abelardo para reunirlos con la familia española con la que Iria había pasado dos veranos. Me dice Chapu que estos niños venían callados en la furgoneta. No pedían comida, ni agua, no querían parar a hacer pipí. Niños silencio que se transformaron ante el mar de San Sebastián.
“Puedo asegurar que esto es mucha agua”, dijo tajante Iria, como yo puedo asegurar que toda esa agua no apagaría el infierno que merece Vladimir Putin por hacerle esto a los niños, a nuestros niños, que son todos los niños.
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