Opinión |
Ágora

La dimisión de Barcelona

En Catalunya y en su capital faltan liderazgos y un proyecto colectivo transversal, y las administraciones se han convertido en instituciones que, en lugar de favorecer la dinámica emprendedora, dificultan su desarrollo

Las Rambles de Barcelona durante el pasado toque de queda nocturno

Las Rambles de Barcelona durante el pasado toque de queda nocturno / Joan Cortadellas

Santi Terraza

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Hace poco más de veinte años, cuando empezaba a ir a Madrid, me gustaba entrar en las tiendas de ropa y comprobar –con un punto arrogante de vanidad– la diferencia de estilos entre las dos ciudades: en Madrid se vestía rancio, con piezas que en Barcelona ya habían caducado en los Juegos Olímpicos. El siempre agradable paseo por la capital española permitía detectar una diferencia abismal de tendencias, pero también de posicionamiento cultural. Las galerías de arte de Consell de Cent estaban muy por encima de las de Claudio Coello; el Sónar y el Primavera Sound se situaban más cerca de Londres y Berlín que de Madrid, y los recientes equipamientos culturales del momento (Macba, CCCB, Auditori o TNC) jugaban una liga superior, tanto estética como conceptual. De todo esto hace veinte años, aunque parezca una eternidad.

Las comparaciones siempre son odiosas, pero aquel inicio del nuevo milenio, todavía bajo la huella olímpica, presentaba una Barcelona cosmopolita, contemporánea, orgullosa de su catalanidad, pero abierta al mundo, y que ya se había situado entre las ciudades favoritas de los europeos. En cambio, Madrid, con su economía centrada en la expansión de la construcción y el cosmos de la especulación inmobiliaria y financiera, era aún una ciudad con los pies de barro, situada más cerca de América Latina que de Europa.

En estos veinte años, la tendencia de las dos ciudades ha sido inversa, en muy buena parte por los errores y aciertos respectivos, pero también –y no es un hecho menor– por los condicionantes sociopolíticos que han favorecido la dinámica económica de Madrid. Un buen ejemplo es el de un sector estratégicamente clave para el posicionamiento de un territorio, como es el de la comunicación. A finales del siglo pasado, Barcelona concentraba el 70% del negocio de las agencias de publicidad del Estado; hoy no llega al 30. La publicidad busca entornos que impulsen la creatividad y la producción –y en este sentido, Barcelona aun es abanderada–, pero, sobre todo, ha de estar cerca de los centros de decisión financiera. Y hoy, habiendo desaparecido el peso de la industria catalana, el bacalao se corta en Madrid. Esta concentración económica responde a una estrategia política que tiene sus orígenes en el Gobierno de Aznar y su proyecto recentralizador, que también perseguía neutralizar la atracción de Barcelona.

Pero no todos los males son externos, en absoluto. La pérdida de competitividad de Barcelona también responde a inercias estrictamente catalanas. El 'procés' es una de ellas. Más allá de la legitimidad del derecho a decidir, la obsesiva concentración de fuerzas y energía en una batalla que los que tenían la información de veras sabían que estaba perdida de antemano, ha dejado escapar oportunidades a la ciudad y al país. En los años de la recuperación tras la crisis del 2008, mientras otros buscaban su momento, aquí no se salía de la rueda del hámster.

Y también responde a dinámicas internas la implantación generalizada de una 'cultura del No', que, aunque minoritaria, ha acabado imponiendo su relato en el país actual. Hoy en día, cualquier inversor o emprendedor que desee impulsar un proyecto sabe que en Catalunya todo le resultará mucho más difícil que en Madrid (o, por ejemplo, en el País Vasco, donde las comparaciones también resultarían odiosas, y no sólo por su concierto económico). En Catalunya y en Barcelona faltan liderazgos y un proyecto colectivo transversal, y las administraciones se han convertido en instituciones que, en lugar de favorecer la dinámica emprendedora, dificultan su desarrollo. Y a esto se suma la dimisión de funciones de la sociedad civil como motor de dinamización.

Ciertamente, el debate actual sobre la decadencia de Barcelona y el progreso de Madrid está viciado por el partidismo y la limitación propia del exceso de ideología, especialmente en los extremos (sea la izquierda radical, la derecha reaccionaria o el independentismo victimista). Pero, además de estar acompañado de datos objetivos, está marcado por una percepción cada vez más enraizada de que los papeles se han invertido y la falta de ilusión local es consecuencia de la ausencia de proyectos transformadores. Y esto no se cambia en cuatro días.

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