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Afganistán: el final de una quimera
La alianza con élites corruptas que gestionaron en su beneficio la ayuda internacional ayuda a entender el derrumbe de un Estado con bases ficticias
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Talibanes / AFP or licensors
La entrada de los talibanes en Kabul, sin encontrar resistencia alguna, constituye el final de una quimera que ha durado dos décadas. El despliegue de más de 100.000 soldados de una coalición internacional liderada por Estados Unidos, entre ellos 1.500 efectivos españoles, permitió ganar una guerra convencional, pero dejó en manos de los talibanes la suerte de un conflicto que tiene raíces profundas e implicaciones geopolíticas de hondo calado. El castillo de naipes levantado por Occidente se ha venido abajo con una celeridad que ha sorprendido a todos, incluso aquellos que advirtieron sobre la fragilidad del ejército afgano levantado por EEUU y los países de la OTAN. La huida del presidente Ashraf Ghani y la rendición sin condiciones de las tropas y los policías encargados de la defensa de Kabul han revelado la debilidad de las instituciones creadas tras el derrocamiento del gobierno talibán en diciembre del 2001 .
La precipitación de los acontecimientos, con miles de afganos agolpándose en el aeropuerto de Kabul, supone un fracaso sin paliativos para Estados Unidos, y abre un debate complejo sobre las responsabilidades incurridas por los cuatro presidentes que han ocupado la Casa Blanca durante las dos últimas décadas. La intervención inicial, que tenia su justificación en el desmantelamiento de santuarios yihadistas tras los atentados de las Torres Gemelas, derivó en una invasión y en una alianza con élites corruptas que gestionaron en beneficio propio parte de la ingente ayuda internacional, militar y civil. Sin esta dinámica perversa, resulta difícil entender tal derrumbe.
La vuelta a un emirato islámico como el que gobernó el país en la segunda mitad de los noventa, tras la derrota de los soviéticos, suscita fundadas preocupaciones en términos de derechos humanos y posibles facilidades para el terrorismo yihadista. El mundo ha cambiado mucho desde 1996, y Afganistán cuenta hoy con más de 20 millones de móviles, con lo cual una vulneración de los derechos humanos como la que padeció durante el primer emirato no pasará desapercibida. En particular en lo que se refiere a las mujeres y las niñas que resultaron excluidas de la vida laboral, las escuelas, y la vida social. Algunos líderes talibanes han asegurado que no pretenden imponer un régimen como el de entonces, pero las primeras informaciones provenientes de capitales regionales llevan a poner en duda este compromiso. La única garantía de que el país no vuelva al oscurantismo sería que la comunidad internacional permaneciera vigilante, no se limite, en su habitual ejercicio de doble moral, a las consabidas y estériles lamentaciones, y exija libertad de movimiento de las mujeres y acceso escolar a las niñas afganas.
Los líderes talibanes se comprometieron con Donald Trump – que de forma cínica culpa a un ciertamente poco diligente y nada autocrítico Biden cuando él inició la retirada de las tropas y abrió la puerta a los talibanes desautorizando al Gobierno de Kabul– a que su país no volvería a albergar grupos terroristas yihadistas. EEUU y la OTAN deben asegurar el cumplimiento de este compromiso. De lo contrario, las montañas del noreste volverán a ser escondites inextricables de los terroristas. Pakistán tiene una gran responsabilidad en el cumplimiento de este acuerdo, por su influencia sobre los talibanes y la información de que dispone sobre su extensa frontera con Afganistán. A ello deberían contribuir también, por su propio interés, Rusia, preocupada por el efecto que un nuevo emirato pueda tener en las antiguas republicas soviéticas de mayoría islámica, y China, que cuenta con un creciente protagonismo económico y político en la región.
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