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Malos presagios en Afganistán

El final de la presencia de EEUU reúne todos los rasgos de una derrota frente a un enemigo que no ha modificado nada de su programa

Afganistán

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El avance imparable de los talibanes a pocos días de que se consume la retirada de Estados Unidos de Afganistán justifica los peores presagios 20 años después de que los fundamentalistas islámicos fueron descabalgados del poder y se abriera en el país un proceso constituyente que está lejos de haberse consolidado. Cuando el 31 de agosto deje suelo afgano el último soldado estadounidense, el Gobierno de Kabul se quedará literalmente solo ante el peligro, sin más recursos militares que sus propios medios y acaso un apoyo discrecional de Washington en el ámbito de la inteligencia. O lo que es lo mismo, el régimen promovido por Estados Unidos y sus aliados carecerá de los instrumentos de control de partes del territorio –nunca de todo él– de los que dispuso mientras se mantuvo en pie la tutela de Occidente.

La alianza de los líderes mujahidines, de los señores de la guerra locales y de los grandes cultivadores de la amapola de opio es bastante más sólida, dinámica y eficaz que la logística militar del Ejército afgano, incapaz de contrarrestar tal alianza y de defender con garantías capitales de provincia esenciales. Al mismo tiempo, la pasividad de Pakistán ante el auge de los santuarios talibanes en su territorio facilita enormemente una estrategia encaminada a liquidar o limitar al máximo el poder del presidente Ashraf Ghani Ahmadzai, cuya pretensión de llegar a un pacto de coexistencia pacífica con sus adversarios ha fracasado por completo. Algo que por cierto era de prever habida cuenta los precedentes, la infructuosa búsqueda desde los días de Hillary Clinton en la Secretaría de Estado de un líder talibán dialogante y fiable.

La victoria momentánea de Estados Unidos en 2001 fue solo un espejismo. Acuciado por concentrar medios y esfuerzos en otras partes del globo que estima más determinantes para defender sus intereses, el final de la presencia estadounidense en Afganistán reúne todos los rasgos de una derrota. Con las implicaciones que tal realidad tiene en la región y su potencial conversión en un área reforzada de irradiación de la inestabilidad y del yihadismo como lo fue en el pasado a través de la presencia de Al Qaeda. Nada es como hace dos décadas, pero algunas constantes han sobrevivido al diseño de la contrainsurgencia hecho por Estados Unidos después del 11-S.

 La vuelta de los talibanes puede ser singularmente angustiosa y retardataria para la población sometida por una más que previsible victoria yihadista, total o muy amplia, y en especial para las mujeres. Nada en el programa, objetivos y comportamiento de este movimiento ha cambiado desde que perdieron el poder. Su versión del islam, desarraigada del presente, niega la presencia de la mujer en el ámbito educativo y en cualquier actividad pública, promueve un sectarismo ideológico que excluye la autonomía de los individuos, impone la sharia y cancela los derechos humanos. Además, la prédica talibán encubre la defensa de intereses concretos, de una forma de entender el poder que asegura pingües beneficios a los señores de la droga, cuyo control del territorio ha prevalecido incluso en la fase expansiva de la presencia de Estados Unidos.

 Todo en Afganistán induce al pesimismo. La acogida por parte de Occidente de miles de afganos que colaboraron con sus fuerzas, moralmente obligada, puede ser solo el inicio de una nueva crisis de refugiados (si es que consiguen escapar al cerco que se avecina) ante el temor de una sangrienta revancha por parte de los talibanes.