Opinión | Editorial
El Periódico
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Los botellones en Barcelona
En el seguimiento que ha llevado a cabo EL PERIODICO sobre el fenómeno de los botellones que han proliferado en Barcelona a raíz de la caída del estado de alarma, se constata que, en el tercer fin de semana sin restricciones, el número de personas que participan en las aglomeraciones festivas en las calles ha descendido (cerca de un 40%), si bien se establece una tendencia preocupante: que este tipo de celebraciones sin garantías sanitarias y sin ningún tipo de prevención se consolide en la ciudad. Conviene recordar, aunque sea una obviedad, que no estamos ante el fin de la pandemia, por bien que las cifras y la evolución de la vacunación inviten al optimismo, sino en una fase de relajación después de seis meses de toque de queda. Esta circunstancia, y la consiguiente "toma” de las calles, ha sido observada por los expertos como un necesario ritual de paso, un “tránsito” en el que se acumulan tanto la necesidad de expansión festiva como la expresión de una rebelión simbólica contra la crisis económica, social y sanitaria. Entra, pues, dentro de una cierta normalidad que se den estos casos, pero también debe prevalecer la custodia de la salud pública y el establecimiento de un control que las autoridades deben imponer no solo pensando en el presente, sino también en la posibilidad de que el fenómeno tenga una cierta durabilidad en el futuro más inmediato, con la llegada del buen tiempo. Como afirmaba Salvador Macip en estas mismas páginas, “estamos en la recta final, pero la recta es larga”.
Por ello, las actuaciones conjuntas de Mossos y Guardia Urbana se han multiplicado, con un amplio despliegue de efectivos, con el propósito de disuadir, informar y disolver pacíficamente las concentraciones no permitidas, antes que intervenir de forma más radical. Evitar las aglomeraciones llamativas, dispersarlas escalonadamente y, finalmente, reconducir la situación, se ha demostrado que es la vía más racional. Persiste, sin embargo, una problemática de más calado que tendrá que resolverse con prontitud, para que Barcelona no sea percibida como una meca festiva en la que todo vale, un reclamo de ocio descontrolado especialmente visto así por turistas jóvenes (en su mayoría franceses), que buscan aquí las condiciones que no se dan en sus países.
El número de personas que participan en las aglomeraciones festivas ha descendido, si bien se establece una tendencia preocupante: que este tipo de celebraciones, sin garantías sanitarias y sin ningún tipo de prevención, se consolide en la ciudad.
Iniciativas como el experimento de Sitges – una noche festiva, pero con los protocolos de control sanitario pertinentes –, promovido por las patronales del sector con la colaboración del departamento de Salut y el Ayuntamiento, indican que es posible un ocio nocturno seguro, una reivindicación de los empresarios de discotecas y bares musicales que ya llevan catorce meses en el dique seco. Este paso, el de abrir este tipo de locales, o el de ampliar el horario de las terrazas, es visto como un balón de oxígeno, pero también puede observarse como “un muro de control contra las actividades ilegales”. Conviene, pues, intensificar la prevención – no solo para evitar rebrotes sino también para asegurar la convivencia ciudadana – y ofrecer alternativas, siempre con la perspectiva en mente que la pandemia no está superada y que es preciso, ahora, estar más alerta que nunca.
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