Opinión | Editorial
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La universidad y la pandemia
La adaptación a la enseñanza virtual se hizo de urgencia, ahora hay que repensar la docencia con la idea de una situación pandémica prolongada
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La pandemia y el primer confinamiento cogieron con el pie cambiado a las universidades presenciales. Durante el último trimestre del curso 2019-2020, la necesidad de adaptarse a las exigencias sanitarias y, en consecuencia, a la obligación de dar las clases de forma virtual, significó un auténtico cambio de paradigma al que tuvieron que plegarse los centros de enseñanza superior a toda velocidad. En su momento, la aparición de las nuevas herramientas digitales y la irrupción de las TIC (tecnologías de la información y la comunicación) significaron una revolución en el ámbito educativo. Desde entonces, las universidades han evolucionado –con el referente del plan Bolonia y el cambio de las clases magistrales a otras de más participativas o del ABP (aprendizaje basado en problemas)– hacia otro tipo de transmisión del conocimiento. Se han multiplicado los congresos y seminarios para introducir en el método educativo las ventajas que proporcionaban los avances tecnológicos. Pero el hincapié en las herramientas 'on line' no contemplaba una educación estructurada, casi al cien por cien, a distancia. Los expertos que han analizado el fenómeno han declarado que, en poco tiempo, se ha producido un avance que, en condiciones normales, habría tardado años en llevarse a cabo, pero, al unísono, se han evidenciado las carencias de las nuevas tecnologías aplicadas de manera veloz y universal en un contexto que, por definición, es presencial.
El curso pasado, en un contexto de inmediatez y de incertidumbre y provisionalidad, la adaptación a la enseñanza virtual se llevó a cabo como un recurso de urgencia, pero en el curso actual –y más aún después de las restricciones en las universidades a partir del 15 de octubre, sin una fecha clara de recuperación de la presencia de estudiantes en las aulas– ya se impone la necesidad de repensar la universidad desde otra perspectiva, en un panorama que podría alargarse un cierto tiempo y que incluye, como mínimo, una docencia híbrida. Ello conlleva una problemática diversa: la del profesorado que debe plantearse una manera distinta de relacionarse con los alumnos, asumiendo precariedades en la gestión y un estrés asociado al síndrome de la pantalla en negro; la de las propias estructuras universitarias, que no estaban pensadas para una educación virtual; y la de los estudiantes, que carecen, a estas alturas, de una parte importante de lo que significa ser universitario.
La universidad, como institución, sin contar con las que se presentan de entrada como 'abiertas', se basa en el diálogo y la presencia, en el contacto directo y la diversidad de pareceres en aulas, bibliotecas y laboratorios. Para el estudiante, además (en especial para los que empiezan su periplo universitario), significa la entrada a un universo nuevo, que implica otro tipo de vida, desde la conversación con sus compañeros y el contacto social a la independencia de la familia. También es una educación que hoy por hoy, en la mayoría de los casos, se desvanece, con el peligro de futuras deserciones en masa por una especie de desilusión asociada a las aulas desiertas.
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