Sobre un trauma colectivo
Cuando dejemos de aplaudir
El mero hecho de ponernos del lado de los buenos no nos convierte en buenos. Se requiere un pequeño detalle más: hacer el bien, como lo hacen ellos
Manuel Cruz
Catedrático de Filosofía en la Universitat de Barcelona y senador por el PSC-PSOE.
Manuel Cruz
Supongo que necesitamos pensar que todo esto no será en vano, que saldremos de la experiencia mejores en algún sentido, que aprovecharemos la oportunidad de este trauma colectivo (universal en realidad) para cambiar el mundo en la dirección de la que siempre habíamos hablado. Etcétera. Por supuesto que ojalá sea así. Pero sin una consideración atenta y adecuada de lo que había hasta ahora no es fácil que todos esos buenos deseos se puedan materializar.
Porque, de no llevar a cabo semejante reflexión, en cierto sentido previa, podría terminar sedimentándose la idea de que estábamos como estábamos (de la manera que ahora tanto se repite que se corregirá cuando acabe esto) porque sí, por casualidad o por culpa de quienes no cuestionamos si son los mayores o los únicos responsables. Dicho de una forma mucho más sencilla: si no atinamos con las verdaderas causas, difícilmente podremos acertar a la hora de corregir sus efectos.
Mejorar posiciones en el tablero político
Así, se viene hablando mucho en estos días de la explosión de solidaridad que se ha producido en este país, y no ha faltado quien la ha contrapuesto con la mala imagen que, aunque con sordina, están dando buena parte de los representantes políticos, no renunciando por completo a la posibilidad que les ofrece la situación para mejorar posiciones en el tablero. La contraposición permite perseverar en un tópico que ha hecho fortuna y que se despliega en dos momentos, uno de pasado y otro de futuro. El de pasado es el más conocido: los políticos (así, en general) son los responsables de todos nuestros males. A esta afirmación se le ha unido últimamente, como consecuencia de la pandemia que estamos sufriendo, una consideración de futuro: visto que la expectativa de renovar a la clase política se ha revelado fallida, hasta el punto de que la expresión 'nueva política' ha devenido un anacronismo absoluto, mejor nos iría si nos pusiéramos en manos de expertos que a la hora tomar decisiones atendieran únicamente a motivos justificados científicamente.
El planteamiento funciona sobre todo porque la primera parte del tópico ha cuajado en nuestra sociedad. Y lo ha hecho no solo porque la acerba censura a los políticos, amén de legítima, estuviera justificada en una enorme medida, sino también porque cumplía la función de convertirlos en chivo expiatorio de todos los males de nuestra sociedad y, en esa misma medida, exculpar a esta de la menor responsabilidad sobre dichos males. La operación argumentativa no debería venirnos de nuevas. Baste con recordar las innumerables ocasiones en el pasado reciente en las que la crítica a los políticos corruptos omitía o rebajaba la importancia de los ciudadanos y las empresas corruptoras, regalándoles de hecho, con tan insólita benevolencia, un auténtico indulto social.
Pues bien, en estos días estamos volviendo a tener abundantes muestras de esta misma actitud. Quienes censuran -valdrá la pena reiterarlo: con toda la razón del mundo- a los políticos que intentan extraer de la actual situación algún rédito partidario y se dedican a crispar el ambiente, parecen olvidar o restar importancia a todas esas otras instancias que, a veces actuando como correa de transmisión de determinados partidos, a veces por cuenta propia, en busca de capturar a cualquier precio la atención de los ciudadanos, se han convertido en los más eficaces altavoces de la crispación. Basta para confirmarlo con asomar la nariz por determinados digitales u obtener noticia de algunos de los virulentos mensajes que andan circulando por las redes sociales.
Atacar las auténticas causas
Con estas consideraciones no quiero trasladar un mensaje pesimista, sino simplemente cauto. No fuera a ser que la expectativa de la mejoría a la que aludíamos al iniciar el presente texto cumpliera una función meramente balsámica, esto es, la de hacer más llevadero el trance. Sería una auténtica pena que, una vez superado todo esto, el hecho de no estar dispuestos a atacar las auténticas causas por las que nuestra sociedad ha venido funcionando hasta hoy de una determinada manera diera lugar a que se perpetuaran los efectos de siempre.
Al igual que sería una pena que confundiéramos la solidaridad con el postureo solidario y olvidáramos la principal lección que tal vez debamos extraer de lo que nos está pasando. Y es que el mero hecho de ponernos del lado de los buenos no nos convierte en buenos. Se requiere un pequeño detalle más: hacer el bien, como lo hacen ellos. Eso es precisamente lo que nos tocará acreditar en el futuro, cuando dejemos de aplaudir.
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