IDEAS

Cuidado con el charnego

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Miqui Otero

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Uno.

Voy a dejar pasar tres puntos suspensivos antes de continuar, porque sé que solo con cierta palabra del titular ya se están levantando para irse unos cuantos lectores... Ya. Ahora procedamos a expulsar a unos cuantos más. Hasta que solo queden los que verdaderamente leen.

Parece una jugada maestra desterrar la palabra 'charnego', sobre todo para que así se abra paso una paleta de adjetivaciones creativas mucho más amplia aplicable a todo aquel que decida estudiar el término o definirse como tal: 'pocacosa', 'sinvergüenza', 'escoria'. Quién querría reverdecer esa etiqueta pretérita, cuando se puede recurrir al más escatológico 'ñordo', a ese 'Ñ' como de personaje de James Bond, a ese 'español', casi tan fibrado intelectualmente como el "qué pone en tu DNI" que se grita desde la otra trinchera.

Dos.

Como ya sucedió cuando se anunció el Festival de Cultura Txarnega ideado por Brigitte Vasallo, la publicación del ensayo 'Yo, Charnego' (Catarata), de Javier López Menacho, ha estimulado el músculo de la 'paraulota' de mucha gente. Charnego: antes insultaban lanzándola ellos y ahora insultan cuando la intentan manejar otros.

Algunos han decidido, mareados de razón, marcarse un zasca recurriendo a la etimología del diccionario de Corominas, viaje que se podrían haber ahorrado porque el autor también lo hace en el primer capítulo. Otros se han puesto líricos: "Si los hijos de puta volaran no veríamos el sol". El de más allá, paradójicamente, se ha definido como charnego, para instar al autor del libro, sin haberlo leído, a "meterse esa mierda etnicista y ultraespañolista entre nalga y nalga". Otro ha zanjado rápido el asunto: "Gilipollas, sin matices", mientras un tal Nació Catalana le ha gritado: "Identitaris!!!".

Esta explosión tiene más que ver con Twitter que con bando alguno: ante un ensayo titulado 'La palla i la gralla' habrían saltado otros mil nacionalistas españoles con ínfulas quevedianas. De hecho, otros usuarios sí han criticado la palabra, o la idoneidad de rescatarla, con argumentos válidos: no es momento de repescar términos nacidos del desprecio, cuando los hijos y nietos de aquellos inmigrantes de mediados del siglo XX ya se sienten (nos sentimos) de "aquí".

Tres.

Todos deberíamos tener en cuenta la labor del autor del ensayo, que intenta, con una mirada empática y panorámica, enfocar una etiqueta poco nítida y en continuo movimiento. Aunque todas lo son. Tomemos el adagio pujolista sobre ser catalán: "Quien vive y trabaja en Catalunya". Aparentemente inclusivo, aunque profundamente calvinista, no es difícil desacreditar una frase que dejaba fuera a todo aquel que sobrevivía en el paro. También desde la caricatura: ¿incluso aquel hombre de bien que guarda cama por una molesta gastroenteritis dejaba de serlo hasta pedir el alta en el CAP y ponerse la americana para ir silbando a la oficina?

Del mismo modo que es delirante identificar a todo el independentismo en bloque con las ocurrencias magnánimas del pujolismo y la alta burguesía (en muchos casos, se articula a la contra de éstas), también lo es identificar el charneguismo con cuatro nostálgicos inadaptados. Es más, ni todo el independentismo es caoba podrida de 'Vida privada' ni todo el charneguismo es épica canalla de 'Últimas tardes con Teresa': por más que sean las dos mejores novelas que se han escrito aquí, o mis favoritas, las sociedades que retrataban han cambiado.

Una defensa del término charnego que ha surgido últimamente pasa por resignificarlo en clave positiva, de orgullo celebratorio, como sucedió con las palabras más homófobas o racistas. Esta jugada es comprensible (al fin y al cabo, el programa de humor catalán más conocido es 'Polònia'), aunque, en mi opinión, ofrece alguna fisura en el 2020: comparar los problemas del hijo de un andaluz o gallego en Barcelona con los de un afroamericano en Baltimore es tan peliagudo como trazar una equivalencia entre Pilar Rahola y Rosa Parks.

Cuatro.

Hay que ir con cuidado con la palabra charnego, sí, pero no hay razón contundente para bloquearla cuando muchos la ven válida para mirarse o actualizable para matizarse en un nuevo contexto. Porque, entre otras cosas, es cierto que hay similitudes biográficas e incluso sentimentales entre los que somos hijos (hijos no de forma metafórica, sino biológica) de la inmigración. No hablo tanto del enjuague nostálgico ni del chapoteo costumbrista en el estanque sepia de la memoria: oh, confundimos 'esqueixada' y 'escalibada'; en Navidad casi infartamos porque a veces celebramos tanto Nochebuena como Sant Esteve; tardamos mucho en enfocar qué significaba el concepto 'torre', que asociábamos, en pleno picnic en los pinares, a castillos medievales. Hablo, más bien, de un vínculo emocional con la tierra idealizada de nuestros familiares (y, mucho más importante, la de nuestras vacaciones). De un respeto reverencial por el heroísmo de unos padres que llegaron aquí sin nada, un orgullo de clase no exento de perplejidad ante el salto cuántico que va del campesino cantábrico al escritor mediterráneo (un salto similar, aunque diferente, se habrá dado mil veces dentro de Catalunya también, pero es que aquí no hay victimismo alguno: estoy diciendo esto en una columna de EL PERIÓDICO y, además, cobrando por decirlo). Hablo, pues, no solo de celebrar nuestros pasados (muy) recientes, que también, sino de usar algunos de sus rasgos o vivencias para mejorar los futuros de los otros que llegan de cualquier sitio, también catalanes en cuanto quieran serlo.

De hecho, López Menacho cita en su estupendo ensayo alguna reflexión que yo hice tras la publicación de mi última novela, en la línea de que, si sobreviviera, el término se podría aplicar, liberado de estigma, a otras comunidades migrantes. Ahora le veo aún más posibles funciones. Ante la idea de que todos somos catalanes, la idea de que todos los catalanes, como todas las personas, no son idénticos. Ante la imposición del adjetivo único (y del tuit bruto), una segunda palabra que lo matice (o una novela o un ensayo que lo explore). Ante una identidad pura, otra potinejada. Y ante la unívoca, la contradictoria. No somos solo aquello de lo que trabajamos ni nuestra identidad es necesariamente la que pone en nuestro documento nacional de identidad. No somos solo una cosa, sino muchas: en mi caso, hipocondriaco, despistado, culé, catalán, incluso charnego, y algo torpe haciendo la declaración de la Renta.

Y cinco.

Un día, hace unos diez años, quedé con mi padre para tomar algo cerca de su casa. "Nos vemos en el paki", le dije del bar al que él, en cambio, se refería por el nombre de pila del dueño. Hacia el tercer sorbo de la caña servida por el camarero bangladeshí, me dijo: "Miguel, nosotros no éramos tan diferentes. Lo que pasa es que solo se nos notaba cuando abríamos la boca". No había en su frase victimismo ni déficit de adaptación (mis padres están encantados desde que llegaron de Galicia hace 45 años), sino anécdota y vida: pisos compartidos, red familiar de seguridad, bares abiertos. Y empatía.

No se vive bien en una sociedad que reserva los mismos insultos para un tipo respetuoso que escribe un libro que para otro que pide comida a domicilio por Glovo en plena borrasca Gloria. Viviríamos mejor en otra en la que, ventiladas algunas celdas y cerradas hasta el acuerdo algunas salas de reuniones, uno pudiera ser catalán y charnego y catalán o charnego y dos cosas o tres más, incluso inadaptado, que tampoco es una palabra tan fea. Una en la que cuando uno dijera “Soy una taza”, se le preguntara: “¿De cerámica o de aluminio vitrificado?”. O se le contestara, sin sarcasmo y antes de desearle un buen día: “Y yo soy una tetera, un salero, un azucarero, una batidora y una olla exprés, ¡chu-chu!”.