Opinión | EL ARTÍCULO Y LA ARTÍCULA

Juan Carlos Ortega

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Lo quiero ya

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Está de moda decir que ahora lo queremos todo al momento, que ya no tenemos paciencia, que antes uno disfrutaba de la espera y que, por ello, todo era recibido con muchísima más ilusión.

Reflexiones similares se encuentran por todas partes. Basta con echar un vistazo a cualquier red social y allí estarán, enmarcadas como verdades absolutas. Cuando uno las escucha o las lee, siente el deseo de decir: «Anda, pues claro. Todo lo deseamos al instante. ¿Qué nos está pasando?».

Y sí, inevitablemente terminamos echando la culpa a la endemoniada tecnología, que nos pone las cosas tremendamente fáciles.

Yo, a veces, también he caído en ese error. Me he creído esas cosas y he pensado, aterrado, que estamos haciéndolo todo muy mal. Pero esta mañana, a primera hora, me ha dado por pensar en épocas pasadas, ese tiempo en el que, según nos dicen, teníamos la maravillosa virtud de ser pacientes. Y lo cierto es que no he encontrado esa paciencia por ninguna parte.

¿Por qué? Porque somos igual de impacientes ahora que antes. La diferencia es que ahora podemos disminuir el tiempo durante el cual lo estamos siendo. Me imagino a un viajero de hace un siglo, impaciente por llegar a su destino dentro de un vagón de tren lentísimo. Y hace más tiempo, un hombre similar, subido en su caballo, deseoso de llegar al pueblo en el que lo estaban esperando.

La impaciencia 
está dentro
de nosotros. 
Llevamos 
siendo como 
somos bastantes 
milenios

La tecnología no provoca que queramos las cosas ya; simplemente posibilita que las tengamos. Querer, desear, soñar, son cosas que nada tiene que ver con los aparatos, con los teléfonos, las cafeteras ultra rápidas o las aplicaciones. Tiene que ver con nosotros, y así hemos sido siempre, desde que estábamos caminando por la sabana africana, cazando animales que tenían la rara costumbre de correr más que nosotros.

¿O acaso se imaginan a uno de nuestros antepasados 'sapiens' diciendo: «Puedo esperar. Me gusta esperar. Disfruto haciéndolo. Estoy hambriento, desfallecido, pero me deleito durante este tiempo largo antes de de cazar a esa hermosa gacela».

Cuando culpamos a las aplicaciones de comida a domicilio de generarnos el deseo de la comida rápida, cuando maldecimos Spotify porque, presuntamente, nos inyecta el gen de la impaciencia al darnos todo al instante, olvidamos lo que debieron padecer nuestros tatarabuelos hace siglos, o nosotros mismos no hace tanto, cuando nos moríamos de ganas de escuchar el último disco de Supertramp y no llegaba a la tienda de nuestro barrio. La impaciencia no nos la ha colocado la tecnología; ya estaba dentro de nosotros. Ni siquiera nos la ha potenciado. Llevamos siendo como somos bastantes milenos.

¿Netflix te permite atiborrarte a series, viendo capítulo tras capítulo de forma compulsiva? Antes lo hacíamos con las novelas, devorando páginas hasta las tantas. ¿Qué diferencia hay? La frase: «Me muero por verte, mi amor», no ha sido inventada por Apple, ni por los fabricantes de ordenadores. Sencillamente, forma parte de lo que somos. Si quiere encontrar culpables a la impaciencia de su hijo, no culpe a la 'tablet' en la que el pobre mira Pepa Pig. Culpe a su cerebro. O, mejor aún, no culpe a nadie y póngase una serie en Netflix.