De la revolución a la represión brutal de Ortega

Nicaragua en el corazón

De los 40 años que han transcurrido desde que cayó Somoza, los nicaragüenses han aprendido que la libertad no garantiza nada y que la falta de libertad conduce a la arbitrariedad

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Andreu Claret

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A mediados de los 80, fui a vivir y trabajar a Centroamérica como periodista, llevando a Nicaragua en el corazón. Treinta años después, viendo lo que ha sido de aquella revolución, sigo mirando al istmo con la misma turbación. Aunque las tornas han cambiado, y los héroes de entonces son quienes conducen hoy el país de Rubén Darío y Ernesto Cardenal hacia el precipicio. A la vista de la represión que Daniel Ortega ejerce hoy sobre quienes disienten, es probable que los lectores más jóvenes no entiendan el porqué de la admiración que sentíamos, muchos, por la revolución sandinista. Para decirlo en pocas palabras, Nicaragua era Cuba más la libertad. Cuba sin el corsé del marxismo-leninismo. Si se quiere, Cuba con alegría. Teniendo en cuenta que el país venia de la sangrienta dictadura de los Somoza, el cambio que impulsaron los herederos de Sandino tenia mucho mérito. Y frente a los intentos de derribar un régimen surgido de una revolución genuina por parte de la Contra, una guerrilla sostenida por la CIA, lo suyo era la simpatía. ¿Cómo es posible que algunos de aquellos hombres y mujeres que deslumbraron a medio mundo sean hoy quienes reprimen a su gente, matan manifestantes, promueven grupos paramilitares, allanan medios de comunicación y se aferran al poder como si Nicaragua fuera suya?

Ni Cuba ni la Venezuela de Chavez y Maduro

La respuesta fácil es que toda revolución devora a sus hijos. Hay tantos ejemplos de este fenómeno de antropofagia política que resulta  tentador reducir lo que ocurre en Nicaragua a una verdad universal. Pero aquella revolución era diferente y lo fue durante unos años. Desde que cayó Somoza, en 1979, hasta que Ortega ganó las primeras elecciones en 1984, Nicaragua no era Cuba. Ni la Venezuela de Chávez y Maduro. Estuve como observador en aquellos primeros comicios y recuerdo el impacto que produjeron por la voluntad de ejercer la democracia, a pesar de los ataques despiadados de la Contra que destruía todo aquello que el nuevo régimen ponía en pie. Para los estándares latinoamericanos de entonces, Daniel Ortega las ganó limpiamente. Avalada por Reagan y Bush, la Contra redobló su actuación, los sandinistas se atrincheraron política e ideológicamente, y empezaron a soñar en una insurrección regional, ayudando a la guerrilla salvadoreña. Fue el principio del fin. Todavía recuerdo la noche electoral del 25 de febrero de 1990. Cuando los primeros resultados daban la victoria a la opositora Violeta ChamorroTomás Borge, uno de los nueve comandantes que echaron a Somoza, me dijo que anduviera tranquilo, que aquello no podía ocurrir porque seria ‘el fin del mundo’.

No fue el fin del mundo pero sí la derrota de Ortega. De aquella noche recuerdo otra escena en la que no dejo de pensar viendo las barrabasadas cometidas por los actuales gobernantes. De madrugada fui a un ministerio, para una cita, y me encontré con un funcionario que salía llevándose un ordenador. "Para que no caiga en manos de los gringos", me dijo. La anécdota dice mucho sobre un movimiento que acabó confundiéndose con el país y con su patrimonio. Cuando Ortega volvió, con malas artes, una década más tarde, toda su estrategia estuvo dedicada a evitar que volviera a perder el poder. Con pactos con los empresarios y la Iglesia, a quienes ahora demoniza, y con acuerdos con Chávez, se perpetuó en el poder. Ganando elecciones, primero, y recortando libertades después. Toda una vida. Hasta los últimos meses, donde la represión se ha hecho impía, con muertos, heridos y encarcelados que se cuentan por cientos. Hasta el extremo de que algunos organismos hablan de crímenes contra la humanidad.

Trump desempolva las recetas de Bush padre

El problema de Ortega es que hoy nadie piensa que su caída fuera a suponer el fin del mundo. Incluso una parte de la izquierda  latinoamericana mira con recelo hacia Managua. Y Trump, claro está, se olvida de los intentos de Carter de ayudar a los nicas y desempolva las recetas de Bush padre. El margen de maniobra de Daniel Ortega y de su esposa, la influyente vicepresidenta Rosario Murillo, se estrecha. Ya no cuentan con la bonanza económica que les favoreció en su retorno. Y los sueños etéreos con los que intentan seducir a los más pobres, como el de un nuevo canal transoceánico financiado por un multimillonario chino, no aplacan las protestas por la carestía de la vida, los despidos y la miseria de los jubilados. De estos 40 años que han transcurrido desde que cayó Somoza, los nicaragüenses han aprendido que la libertad, en el segundo país más pobre de América, no garantiza nada. Pero también han concluido que la falta de libertad conduce a la arbitrariedad.