ANÁLISIS

El caniche que se creía un bulldog

ROSA MASSAGUÉ

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En la iconografía nacional británica el bulldog aparece como el símbolo del coraje, de la determinación y de la fuerza. Winston Churchill, con su cara y cuello llenos de pliegues, su cuerpo ancho y macizo, y su determinación para derrotar al nazismo fue el bulldog de una época, la de la potencia británica que, sin embargo, se acercaba a su ocaso.

Tony Blair quiso ser un nuevo bulldog sin darse cuenta de que aquellos tiempos de poderío ya habían pasado a la historia y acabó convirtiéndose en un caniche, en el perro faldero de un poder muy superior al que nadie tose. Margaret Thatcher fue la última personalidad británica capaz de influir de manera decisiva -y no en la mejor dirección- en los EEUU de Ronald Reagan.

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En el informe Chilcot no hay psicología, solo hechos documentados e incontrovertibles que revelan la bisoñez y el aventurerismo de un político al que el éxito le sonreía. El documento presenta con toda su carga dañina la rendición incondicional a EEUU “pase lo que pase”, por encima de la lealtad debida a su país, y pone de manifiesto cómo sobreestimó la que creía ser su capacidad de influencia sobre Washington. Son dos errores que un político nunca debiera cometer. En este caso, en el que los muertos se han contado por decenas de miles y se ha incendiado una zona del mundo que todavía está ardiendo sin que haya señales de que el fuego amaine, son errores criminales.

Blair es ciertamente el máximo responsable de aquel engaño acabado en fiasco monumental, el mayor desde la crisis de Suez en los años 50, pero sería injusto atribuirlo solamente a quien tenía el afán de convertirse en un nuevo Churchill, en un Bismarck británico de la Europa postcomunista. A su alrededor hubo ministros, asesores, altos mandos militares o servicios de inteligencia que secundaron el proyecto del primer ministro. A ellos también debe dirigirse la deshonra que desprende el informe. Otros, por el contrario, ante la deriva que iban tomando los acontecimientos hicieron lo decente en aquellas circunstancias que era dimitir.

Uno de ellos fue el malogrado Robin Cook. Aquel ministro de Exteriores y Blair habían sido los artífices de las intervenciones militares en Kosovo y Sierra Leona en base a la teoría estrenada en aquellos conflictos de la injerencia humanitaria, pero lo de Irak era otra cosa. Había un dictador, sí, pero no se trataba de resolver un conflicto civil. La invasión de Irak obedecía a unos presupuestos falsos de principio a fin, a la ficción de convertir Oriente Próximo en un faro de democracia y a la frivolidad de unos dirigentes que creyéndose invencibles ni siquiera pensaron en el día después.   

Seguir diciendo como hace Blair que el mundo es mejor sin Sadam Husein no es más que una nueva demostración de la ceguera y la insensibilidad de alguien que sobrevaloró sus capacidades con un trágico resultado. En el 2006, en el curso de una entrevista, Blair aseguró que estaba dispuesto a aceptar el juicio divino sobre sus acciones en Irak. El informe Chilcot lo coloca ahora a las puertas del juicio humano.