La rueda

El precio que tiene la fama

LLUCIA RAMIS

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Pensemos en un famoso. Se debe tanto a su público que apenas tiene vida privada. Está siempre pendiente de su imagen y de decir lo que se espera de él. Acostumbrado a que sus deseos sean órdenes, tiende a ser codicioso, consciente de que, junto a la fama, puede perderlo todo. Teme convertirse en un juguete roto. Sus fans quieren fotografiarse a su lado. A la mayoría les basta con la superficie estética, pero algunos están molestos porque, al pretender gustar a tantos, se refugia en la frivolidad. No es auténtico, no tiene personalidad. Deja de ser él mismo para ser un producto. Poco a poco, ni siquiera sus allegados le reconocen. Se vuelve intratable.

Ahora pensemos en Barcelona. Imaginemos que el ayuntamiento es su mánager y le ha conseguido un montón de visitas. Siete millones y medio el año pasado, casi cinco veces su población. La ciudad está de moda, protagoniza anuncios donde todo es fantástico porque nada es verdad. Incluso presume de que Woody Allen se fijara en ella. Pero también le dedican documentales como Bye Bye Barcelona, de Eduardo Chibás, en el que se apunta que es el cuarto destino que más decepciona a los turistas.

Las guerras suelen empezar en verano y esta va de hoteles contra apartamentos: hay 68.200 plazas hoteleras, 6.300 camas en albergues, más de 8.800 pisos legales y unos 5.000 sin regular a disposición de los visitantes. Los barceloneses forman parte del atrezzo y la figuración. Son como esos familiares que acaban molestando al famoso porque le recuerdan que también fue mortal. Le quieren, se preocupan por él y están dolidos por su desprecio. Pensemos en qué se convierte un famoso con los años. Puede ser Sophia Loren o Mickey Rourke. Tras las operaciones a las que se está sometiendo, quizá para Barcelona sea muy tarde. Pronto le dirán: «Molabas más antes».