El futuro de la Monarquía

Otros privilegios regios

La Corona precisa actualizaciones que la acerquen a la realidad de una democracia moderna

JOAN RIDAO

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Es sabido que buena parte de la opinión, tanto la experta como la pública, se muestra refractaria ante la extensión de los aforamientos por implicar un trato distinto ante la ley, que, en ocasiones, deriva incluso en un trato privilegiado. Sin duda, ese es un debate que se ha reactivado con motivo de la abdicación de Juan Carlos I y del anuncio del Gobierno de proceder a su aforamiento bajo el pretexto de que la tentación de llevar ante los tribunales al exmonarca es demasiado fuerte como para que el sistema político no lo impida mediante la remisión de cualquier querella ante el Tribunal Supremo, eludiendo así al juez Castro de turno.

Pero, como dicen nuestros ancianos, piensa mal y acertarás. De entrada, cabe señalar que tan excepcional medida no fue contemplada durante años, en un contexto de normalidad jurídica y política. Hasta el punto de que ni siquiera se pensó en aprovechar una reciente modificación, hoy en curso, de la Ley Orgánica del Poder Judicial, para regular los aforamientos que afectasen al conjunto de la familia real. De ahí que no dejaría de ser legítimo que los que están convencidos de la bondad de la medida procediesen ahora a subsanar lo que en su caso pudo ser una simple falta de previsión o un exceso de pudor cortesano. Pero en ningún caso que vaya a subsanarse deprisa y corriendo, una vez consumada la abdicación y de tapadillo.

Sea como fuera, de lo que no hay duda es de que la utilización de un procedimiento legal tan sumario como opaco para otorgar esa discutible protección jurídica al exmonarca, que ya no ostenta función constitucional alguna sino un mero papel protocolario que no se compadece con la inviolabilidad o la irresponsabilidad propia del monarca, va a servir para acrecentar el malestar social. Y no solo eso. Además de topar contra el muro de la incomprensión ciudadana no va a gozar del consenso político que sería indispensable.

Pues, en efecto, hubiera sido deseable que primero se diera la norma y luego se produjera el acto, y no al revés. Entre otras cosas porque, si lo que pretendían algunos era eludir regular algo más que la institución de la Corona y mantenerla en una especie de limbo jurídico, para no exponerla más ante el ojo público, es evidente que lo que se ha conseguido es más bien el efecto totalmente contrario.

En segundo lugar, no se sabe si los actuales reyes de España, Felipe y Letizia, podrían tener un nuevo hijo y si, en ese supuesto caso, fuera un varón. Porque, de ser así, parece igualmente palmario que se va a plantear un conflicto como consecuencia de la no modificación del artículo 57.1 de la Constitución, que, pese a algunos escarceos sobre su reforma, sigue estableciendo la supremacía del hombre sobre la mujer en el orden sucesorio. No hay que decir siquiera que esa regla de preferencia en el orden sucesorio repugna por su anacronismo. Ni la tradición ni la Historia parecen argumentos jurídicos sólidos para pretextar la pervivencia de una disposición así. Algo que, por cierto, ya han solventado otras constituciones europeas como la sueca (1980), la noruega (1990) o la belga (1991).

En tercer lugar, conviene aclarar el alcance real del «mando supremo» de las Fuerzas Armadas que la Constitución asigna al Rey, en detrimento del presidente del Gobierno. No en vano, el Rey no está sujeto a responsabilidad alguna y ello exige que todos sus actos sean refrendados por el Ejecutivo. Además de que ello colisiona con la propia naturaleza del mando: dicho de otra forma, quien no es responsable no puede mandar. Esa cuestión ya se evidenció durante el consejo de guerra contra los encausados por el intento de golpe de Estado del 23-F, en cuanto a la comparecencia del Rey como testigo, a requerimiento de alguna de las defensas que invocaron la «obediencia debida» de los sediciosos.

Finalmente, conviene aclarar el alcance de la función constitucional de arbitraje y moderación del funcionamiento regular de las instituciones del Estado. Las insistentes demandas para que la Corona intervenga sobre el proceso catalán exigen alguna concreción, se supone. Igualmente, sería deseable profundizar en la transparencia de la institución, más allá de las mínimas exigencias que incorpora la reciente Ley estatal 19/2013, de Transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Además de analizar otros aspectos no resueltos en el orden funcional (como los polémicos honores y distinciones afectos a la figura del heredero/a).

Todo ello para que una institución ajena al principio democrático por definición no permanezca, también, ajena al principio de realidad.