Análisis
El día en que Sudáfrica explotó de alegría
Pepa Roma
Escritora y periodista
Escritora y periodista
PEPA ROMA
La mayor explosión de alegría que recordará Sudáfrica durante siglos, y que nunca olvidaremos los que vivimos ese momento, tuvo lugar a la salida de Nelson Mandela de la prisión de Victor Verster en Ciudad del Cabo, el 11 febrero de 1990.
Desde la tarde anterior, cuando el presidente De Klerk anunció su liberación, habían ido llegando a la plaza del ayuntamiento gentes de todo el país en autobuses, camiones, automóviles, la mayoría destartalados, sin puertas ni ventanas, por los que asomaban brazos en alto, otros simplemente a pie. Pero todos cantando y bailando. Un país entero se había puesto en pie de baile.
La multitud que se había agolpado para recibir al líder hacía casi imposible el avance del coche de Mandela, alargando la espera y el frenesí. Buscando un lugar donde sentarme, encontré un hueco en una puerta trasera del ayuntamiento. No imaginaba que esta y no la puerta de la fachada principal era por la que iba a entrar, hasta que casi me di de bruces con él.
Debía ser tal mi cara de horror al ver la avalancha de gente que le seguía, que el mismo que la había abierto me tiró del brazo desde el interior para hacerme pasar con su comitiva. En lo alto del segundo piso donde se encontraba el famoso balcón desde el que Nelson Mandela hablaría por primera vez a Sudáfrica y al mundo tras su liberación, me encontré entre invitados ilustres como Jesse Jackson, el primer negro que competía -sin éxito- por la candidatura demócrata a la presidencia de Estados Unidos.
Un hombre justo
A este lado del micro, podía sentir su respiración, la emoción que impregnaba sus palabras y una bondad que parecía derramarse sobre la multitud aunada con su líder. «La lucha debe continuar. El apartheid no ha terminado con mi liberación».
Tres días después, tendría la suerte de ser la primera occidental en entrevistar al líder sudafricano. Gracias a una segunda mano amiga, uno de los jóvenes dirigentes del CNA, era introducida en la casa de Nelson Mandela. Al encontrarme sentada frente a él, me lancé en picado a una entrevista en toda regla. Podía haber sido devuelta a la calle donde se agolpaban mis colegas del New York Times, El País o Le Monde, al ser simplemente presentada como la periodista española de Diario 16. Pero Mandela se limitó a sonreír.
«El Ejército ocupa mi barrio. En este sentido nada ha cambiado». «Si los blancos no colaboran, tendremos problemas», fueron algunas de sus palabras.
«En la cárcel he estado aislado durante mas de dos años y estuve más de diez picando piedra en condiciones muy duras», me dijo. Pero era el primero en desalentar toda revancha. «Los negros terminaremos con el racismo en Sudáfrica».
Era un hombre que tenía un sueño, un hombre justo, que encarnaba a la perfección su propio mito. Nunca me he encontrado con nadie que pueda hacer una denuncia tan radical de la injusticia sin dejar de sonreír.
Una sonrisa que siempre recordaré como una de las más bellas que jamás haya podido contemplar.
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