El origen de los gases de efecto invernadero
Los balances del CO2
Para poder continuar respirando gratis, debería resultarnos muy caro quemar combustibles fósiles
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Los balances del CO2_MEDIA_1
Las personas emitimos CO2. Concretamente, entre 950 y 1.200 gramos por cabeza y día. De promedio, cada ser humano exhala a diario poco más de un kilo de dióxido de carbono. Como somos 6.780 millones de personas vivas, la respiración humana vierte a la atmósfera unos 7,5 millonesde toneladas de CO2 al día. La respitación conjunta de todos los seres vivos genera anualmente unos 320.000 millones de toneladas de CO2. Por eso, está ese gas en la atmósfera. El problema es que a todo ese CO2 se añade ahora el de la quema de combustibles fósiles, unos 28.000 millones de toneladas anuales, o sea un 9% suplementario.
Parece poco. Es mucho. Representa que, en un sistema en equilibrio dinámico (la Tierra y su atmósfera), se exalta un parámetro en casi un 10%. De no ser por la capacidad autorreguladora del sistema, que encaja y deriva parte de la alteración, tras un par de siglos de quemar combustibles fósiles nos saldría el CO2 por las orejas, el efecto invernadero se habría disparado y el clima habría variado sensiblemente. Pero todo tiene su límite. La homeostasis planetaria en términos de gases de efecto invernadero está desbordada y, por eso, se ve alterado el régimen atmosférico y cambia el clima.
Respirar es oxidar materia orgánica para obtener energía. Quemar, también. Un litro de gasolina completamente oxidada produce energía, vapor de agua y 2,3 kilos de CO2. Un ser humano exhala al día la mitad de esa cantidad, lo que equivale a quemar medio litro de gasolina. Al respirar, cada persona contribuye al efecto invernadero como un turismo que recorre siete u ocho kilómetros al día. Por eso, cotizándose el dióxido de carbono en el mercado de emisiones a 12 euros la tonelada, si se nos tratara como a un motor deberíamos pagar medio euro al mes por respirar. No lo pagamos. Los coches, tampoco. De forma directa no pagamos nada, dejamos que lo haga la industria (y, encima, la miramos mal). Indirectamente, lo pagamos con la repercusión de los costes industriales o con los impuestos que cubren los gastos del Estado cuando cumple con Kioto. Por eso respirar no es de balde, aunque de momento nos salga gratis.
Los humanos no somos la única paradoja en este espacio de falsas evidencias y seguridades engañosas. Por ejemplo, la generación hidroeléctrica, la primera y más contrastada fuente de energía renovable, también emite gases de efecto invernadero. La putrefacción de los vegetales sumergidos en la primera inundación, pero también la de las plantas germinadas en los espacios de oscilación anual del nivel, emite metano. Los chinos lo acaban de medir en el gigantesco embalse de las Tres Gargantas, sobre el río Yangtsé: unas 54 toneladas por kilómetro cuadrado y año, lo que, en términos de efecto invernadero, equivale a unas 1.000 toneladas de CO2, equivalente al dióxido de carbono emitido por 430 litros de gasolina quemada, o sea por un turismo que haya recorrido 6.500 kilómetros. Y a las emisiones de los embalses podrían añadirse las asociadas a la fabricación y transporte de placas solares o de aerogeneradores, o a la evacuación y transporte de la energía generada.
Hay balances peores que otros, desde luego. En lo tocante al CO2, el mejor es el de las nucleares, instalaciones que presentan serios problemas de otro tipo, sin embargo; el peor es el de los combustibles fósiles. Todos tienen sus pegas. Y sus virtudes. Por eso deberíamos abandonar de una maldita vez el maniqueísmo. El mesianismo judeocristiano impregna nuestras actitudes profundas y nos inclina a optar entre el bien o el mal, el pecado o la virtud. Los movimientos salvíficos incurren con facilidad en ese vicio. Admitir que los principales emisores de dióxido de carbono somos los propios seres vivos con nuestra respiración es un saludable ejercicio de humildad.
Como quiera que sea, y justamente porque no podemos evitar la emisión de CO2 al respirar, debemos implementar un sistema productivo y de transporte bajo en emisiones de dióxido de carbono. Tendría que resultarnos caro mandarlo a la atmósfera, es el único lenguaje que entendemos los humanos cuando funcionamos juntos. El Banco Mundial ha estimado que, entre el 2010 y el 2050, los países ricos deberán transferir cada año entre 55.000 y 75.000 millones de euros a los países en vías de industrialización para que adopten tecnologías bajas en CO2. A esos costes de mitigación del cambio climático habrá que añadir el esfuerzo de los propios países desarrollados en la misma dirección, la compra de permisos de emisión prevista en el Protocolo de Kioto y los costes de los conflictos ocasionados por las alteraciones climáticas en curso, ya imparables a muchos años vista, porque la atmósfera es un volante de inercia que responde muy perezosamente a los giros de timón. Todo un panorama.
Debemos ahorrar para poder pagar la multa planetaria que ya nadie podrá condonarnos. Ha de salirnos muy caro hacer lo que acaba resultándonos más caro todavía. Para continuar respirando de balde, no podemos seguir quemando gratuitamente. Es una cuestión sobre todo contable. Por eso el problema es económico, más aún que ideológico.
*Socioecólogo. Director general de ERF
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