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Brunch con un peluche en un local de la cadena Lilo's en Barcelona

Brunch con un peluche en un local de la cadena Lilo's en Barcelona / Miqui Otero

Miqui Otero

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“No eres tú, soy yo”, le digo a mi cita, que sólo sonríe. “¿No comes algo? Estás calladísimo”, añado. Porque es cierto: me castiga con esa mirada hueca y ese silencio heridor. “¡Todo el mundo quieto, esto es un atraco! ¡Y como algún jodido capullo se mueva, me cago en la leche, me pienso cargar hasta el último de vosotros!”. Pero nada, ni ríe ni reacciona ante mi imitación del atraco a la hora del desayuno en Pulp Fiction.

Quizás es que lo nuestro no tiene futuro. Y que pretender arreglarlo con este gigantesco gofre relleno de queso danés, huevos fluffys, mayonesa veana de cilantro y tomate, bañado en sirope de mango, haya sido, después de todo, y no lo digo por la digestión, una mala idea.

Cabe aclarar que mi cita no es un gran amigo, ni mi mujer, ni mi gestor fiscal, sino un peluche. Sí, un peluche. Un enorme oso pardo de sonrisa congelada y mirada de canica, que me observa impávido desde la otra silla. Me siento como la Reina de Inglaterra tomando té con el osito Paddington, como Mark Wahlberg de birras con Ted.

No es que tenga ursusagalamatofilia (esa parafilia por la que sientes atracción sexual hacia los peluches), sino que me he venido a desayunar a un Lilo’s, cadena de brunch (en este caso, la de Diputació con Marina) en la que siempre habrá un peluche sentado en una silla para los comedores solitarios. Algunos de los peluches, por el peso de su cabezón relleno, miran al suelo, como tímidos, o ladean el gesto, como si sufrieran una enorme resaca. Recuerdo un peluche de la Abeja Maya que anunciaba jalea real en la farmacia de mi barrio, con esa misma postura, y que parecía absolutamente deprimida y hastiada del mundo. Aunque aquí la mayoría de los muñecos acompañantes parecen lozanos.

Esto es perfecto para los que tienen necesidad de sentir a alguien cerca, aunque esté relleno de plumas o tenga el corazón de porexpán

Yo estoy solo y el hecho de que tenga sobre la mesa la nueva biografía de Rafa Cervera sobre la Velvet Underground, el grupo sadomaso que pervirtió el rock, no ayuda a normalizar la escena. Procedo a comerme el megagofre intentando no mirar demasiado a mi acompañante que, en todo caso, sólo sonríe sin alterar el gesto.

Pero al lado, dos jóvenes discuten sobre sus parejas y traman planes de futuro. ¿Qué harán cuando se vayan a estudiar el posgrado fuera? ¿Han pensado alguna vez en tener hijos? Yo intento mirar mi libro, mi móvil y mi amado peluche estático. Hasta que su conversación deriva en comentar lo que a cada una le gusta hacer en la cama con su pareja. Comparten, de la forma más sana y feliz, posturas y técnicas, mientras yo, silla con silla, no sé en qué lugar posar mis pupilas. Cada vez que levanto mi cabeza, ahí está la sonrisa de mi peluche, ya irónica, ya socarrona, ya burlona. En un momento dado me giro, y ellas también tienen a un tercer comensal de peluche en su mesa redonda para tres: también sonríe.

Uno piensa que esto es perfecto para separados que quieren pedir huevos poches para dos y no saben cómo hacerlo a solas. Para los que tienen necesidad de sentir a alguien cerca, aunque esté relleno de plumas o tenga el corazón de porexpán. Un interlocutor suave, especialmente adecuado no porque sea amoroso, sino porque jamás te interrumpirá o te quitará la razón.

No sé cómo abandonar la escena con elegancia. Así que me acabo el gofre, retiro la silla con el trasero, cojo el libro de la Velvet y le digo a mi peluche, fingiendo indignación: “¿No hablas? ¡Pues ahí te quedas!”. Pero antes de pagar me arrepiento, me vuelvo a acercar a la mesa (las chicas de la de al lado ya fingen no mirar) y añado: “Ten paciencia, ¡algún día te sacaré de aquí!”.

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