MOMENTOS FESTIVALEROS QUE CAMBIARON LA MÚSICA

El día que Bob Dylan inventó el folk rock en Newport

Electrificó a la mitad de la audiencia y electrocutó a la otra, se dijo de aquel breve y accidentado bolo que hoy en día no escandalizaría a nadie

Bob Dylan, en su concierto de Newport en 1965.

Bob Dylan, en su concierto de Newport en 1965. / ARCHIVO

Carlos Pérez de Ziriza

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Son muchos los rockeros de pro que abominan de los grandes festivales de verano y reivindican el dedicado trabajo diario de las salas de conciertos. Melómanos que echan pestes de las aglomeraciones, de los precios de las consumiciones, de la calidad del sonido, de la potenciación del ocio puro y duro por encima de la más genuina expresión artística. Quizá los festivales tampoco sean ya exactamente lo que una vez fueron (aunque siga habiendo algunos con una oferta musical excelente), pero durante décadas supusieron un escaparate de primer orden para la escenificación de cambios de paradigma en la historia del rock, sin los que seguramente no lo entenderíamos como lo que es hoy en día. Pasarelas de excepción en las que ocurrían cosas que fueron determinantes para el curso de la música de nuestro tiempo.

Escenificaban acontecimientos que lo eran de verdad. Golpes de autoridad con los que las estrellas del género aprovechaban la gran caja de resonancia que suponía contar con decenas de miles de espectadores para reclamar su lugar preeminente en el relato de la música popular. Y uno de esos grandes primeros momentos fue el que protagonizó Bob Dylan un 25 de julio de 1965 en Newport (Rhode Island, EE.UU.). Han pasado casi sesenta años. A partir de aquella noche hubo quienes le consideraron un traidor: así se lo hizo saber a voz en grito al menos uno de los asistentes a un concierto posterior en Manchester (Reino Unido), diez meses después, el 17 de mayo en el Free Trade Hall, con un sonoro “Judas”. Los sarpullidos habían cruzado el charco, y hay incluso quienes se han disputado públicamente la autoría de aquel estentóreo reproche, como si se tratara de una medalla. Quizá no haya revolución posible sin plantar la semilla de cierta traición.

La de Newport era la tercera aparición del bardo de Duluth en el festival folk, tras sus actuaciones de 1963 y 1964. De haberse producido hoy nos sería más fácil discernir si los abucheos superaban en número y volumen a los vítores: en los videos que se conservan de la actuación no queda del todo claro. La división de opiniones parece total. Lo que sí es evidente es que marcó un antes y un después. Su decisión de tocar Maggie’s FarmLike a Rolling Stone Phantom Engineer en formato electrificado, con una banda de rock al uso, levantó ampollas entre gran parte del público que no entendía ese ultraje a la esencia del folk más puro. Y eso que solo fueron tres canciones: tras abandonar el escenario retornó para abordar, ya solo y en acústico, It’s All Over NowBaby Blue y Mr. Tambourine Man.

El 'saboteador' Pete Seeger

El concierto apenas llegó a la media hora, cuando Dylan, que ya era entonces un icono de la contracultura, el portavoz (quizá involuntario) de toda una generación, teóricamente disponía de “tiempo ilimitado”, tal y como Peter Yarrow (de Peter, Paul and Mary) lo presentó a la audiencia. Estuvo muy lejos de agotarlo. Y si Dylan pasó de villano a héroe (si es que no fue al revés), lo contrario puede decirse de quien tras esa actuación se perfiló como su inmovilista némesis, un Pete Seeger de quien siempre se dijo que intentó cortar el sonido de su set con un hacha, extremo que nunca fue confirmado, aun que sí es cierto que quiso atenuar la distorsión para no incomodar a su padre, Charles Louis Seeger, quien utilizaba un audífono. Son muchos los mitos y leyendas urbanas asociados a este concierto, y múltiples las versiones. El paso del tiempo ha teñido la realidad de un halo poliédrico.

El arma del delito fue una guitarra Fender Stratocaster, y los cooperadores necesarios tienen por nombre los del guitarrista Mike Bloomfield, el bajista Jerome Arnold, los teclistas Al Kooper y Barry Goldberg y el batería Sam Lay. Una banda de rock al completo. Tres de ellos eran miembros de la Paul Butterfield Blues Band, que también formaba parte del cartel. Dylan siempre se ha caracterizado por su instinto elusivo, por sus maniobras de escapismo a la hora de descolocar las expectativas de seguidores y fans, por su pericia en la ardua labor de huir de su propio estereotipo, y seguramente este fue el primer gran desmarque de su propia sombra. La autocomplacencia nunca fue una de sus principales divisas.

Son muchas las especulaciones acerca de cuál fue el factor que le espoleó para tomar la decisión de acometer un set electrificado en un entorno eminentemente acústico, justo entre los serenos y nada disruptivos pases de Cousin Emmy y Sea Island SingersNi siquiera tres películas documentales han servido para esclarecerlo del todo: ahí están No Direction Home (Martin Scorsese, 2005), Festival (Murray Lener, 1967) y The Other Side of the Mirror: Bob Dylan Live at the Newport Folk Festival 1963-1965 (Murray Lerner, 2007). Según el escritor Jonathan Taplin, quien entonces trabajaba de roadie, fue un comentario despectivo por parte de Alan Lomax, el eminente musicólogo y organizador del festival, acerca de los modos en los que se manejaba en escena la Paul Butterfiled Blues Band, el que prendió la mecha de las hostilidades.

Obviamente, para 1965 los Beatles y los Rolling Stones, los jovencitos británicos que habían transformado las lecciones del rhythmn and blues de las ya viejas leyendas norteamericanas de la primera era dorada del rock and roll de los cincuenta a un nuevo contexto, eran una influencia. El mundo estaba cambiando a una velocidad de vértigo, y Bob Dylan ya no se conformaba con ser un cronista: quería también ser un catalizador. Y en cierto modo, un provocador: nadie había adoptado antes ese rol de confrontación con su propio público, y en cierto modo aquella noche de Newport se avanzó a la pendenciera actitud escénica que se gastarían Lou Reed, John Lydon o los prebostes del punk en años venideros, tal y como resaltó Elijah Wald en su libro Dylan Goes Electric! Newport, Seeger, Dylan, and the Night that Split the Sixties (2015).

El concierto de Dylan en Newport, enclavado en el mismo ecuador de la década de los sesenta, fue como un parteaguas. No hacía ni dos meses que un periodista, Eliot Siegel, había empleado por vez primera el término folk rock en las páginas de Billboard. En gran medida porque no hacía ni cuatro meses que The Byrds habían adaptado el Mr. Tambourine Man del propio Dylan para acercarlo al rock y darle un nuevo significado: una sensacional versión que, con su visionaria letra, que contenía aquella expresión del “jingle jangle”, daría carta de naturaleza a un nuevo estilo ya en los años ochenta, el jangle pop que cultivarían los primeros R.E.M., 10.000 Maniacs, The Springfields, Game Theory y tantos otros. Álbumes como Bringing It All Back Home (1965), Highway 61 Revisited (1965) o Blonde on Blonde (1966), todos del propio Dylan, ya estaban plasmando ese cambio de paradigma. El folk y el rock cruzaron sus caminos para siempre, del mismo modo en que el country y el rock lo harían unos años después con Gram Parsons y los Flying Burrito Brothers. Sin el desafío que encaró Bob Dylan aquella noche en Newport, quién sabe si en décadas sucesivas habríamos hablado tanto de Springsteen, Wilco, Ben Harper, Willie Nile, Randy Newman o Tom Petty. El talibanismo, del tipo que sea, rara vez es sinónimo de progreso.