Opinión | Quemar después de leer

Laura Fernández

Laura Fernández

Escritora y periodista

¿Sueñan las ballenas con robots exploradores?

El biólogo y cineasta Tom Mustill explora el lado empático y antiantropocéntrico de la Inteligencia Artificial en un apasionante ensayo sobre la posibilidad de aprender a comunicarnos con las ballenas y el resto de especies a partir de un análisis necesariamente posthumano de su 'lenguaje'

El biólogo y cineasta británico Tom Mustill

El biólogo y cineasta británico Tom Mustill / Sara Martínez

Cuando se teme el alcance de la Inteligencia Artificial —algo así como el villano de este presente inestable en el que la realidad se ha vuelto múltiple e incontrolable—no se piensa en los animales, ni en la posibilidad de que ésta se convierta en eso que jamás podremos alcanzar: una suerte de híbrido interespecie que nos permita llegar no a rincones remotos de la galaxia, sino a los cerebros de los seres con los que compartimos el planeta, de quienes sabemos poco, prácticamente nada, apenas aquello que podemos observar desde nuestra propia y limitada conciencia. El día en que el biólogo y cineasta Tom Mustill fue sobrevolado por una ballena jorobada en la costa de California, dio comienzo un viaje a una de las más fascinantes aplicaciones de la IA que pueda imaginarse.

Tratando de explicarse cómo había sobrevivido, cómo ambos, él y su amiga Charlotte, habían sobrevivido al salto que la ballena jorobada —después conocida como CRC-12564— ejecutó sobre el minúsculo kayak en el que viajaban, y que los lanzó a una nada repleta de espuma, y oscurísima, algún lugar lejano a la superficie de la costa, Mustill, un londinense de 42 años que tiende a sonreír en las fotografías, y a estar siempre en el agua, empezó a investigar, visitando a oceanógrafos que lo mismo diseccionan ballenas encontradas muertas —y se frustran cuando su enorme e inescrutable cerebro se cuece dentro de su cabeza antes de que den con ellas: es lo que ocurre— que reciben señales de robots como los que exploran la superficie de Marte.

Hablar balleno

'Cómo hablar balleno' (Taurus) contiene el viaje que Mustill emprendió cuando el vídeo en el que aparecían él, Charlotte y la ballena se viralizó y su correo electrónico se llenó de seguidores que le surtían de pistas sobre, para empezar, cómo era posible que la ballena hubiese virado su trayectoria al descubrirles. Más que cómo, por qué. Fue una estudiosa del lenguaje de los cetáceos, la científica Joy Reidenberg, la que primero le puso tras la pista. Le dijo que no era nada habitual que aquella cosa ocurriera. O más bien, que no lo habían observado antes. La ballena les había intentado esquivar. Les había intentado no hacer daño. ¿Era un rasgo de empatía? ¿Temor ante lo desconocido? Teniendo en cuenta que aún no se sabe por qué saltan era todo un pequeño hallazgo.

Pero lo interesante para con ese villano al que tememos sin remedio, la Inteligencia Artificial, por todo lo que podría quitarnos —por otro lado, todo un misterio y uno basado también en el desconocimiento de su posible alcance real y que depende por completo de su uso, es decir, de nosotros— es que, durante el viaje que Mustill emprende —narrado en el libro como en el mejor y más trepidante ensayo de aventuras que puedan imaginarse—, descubre que será gracias a ella que podremos, algún día, si lo hacemos, descifrar no solo el lenguaje de las ballenas —y el resto de cetáceos: delfines, orcas—, sino el del resto de animales. Porque, ¿qué me dirían si les dijera que hay ahí fuera exploradores de metal navegando en solitario por océanos enteros, impulsados por las olas y el sol?

Porque eso es lo que está ocurriendo. Y son capaces, esos exploradores, esos robots, de grabar hasta el último sonido emitido por el mar, y dentro del mismo, y es gracias a ellos que se sabe qué especies de ballena que se creían extintas, siguen existiendo. La cosa es que lo hacen en lugares que nunca van a ser navegables para el ser humano. O, al menos, no de momento. La manera en que esas máquinas descubren que lo que oyen son ballenas tiene que ver con la manera en que han sido programadas y con cómo la IA aquí juega como instrumento de conocimiento masivo: se les enseña a detectarlas, y luego se les enseña a aprender a pensar en lo que detectan. Y el resultado, quizá, nos permita, algún día, hablar balleno.

La forma en que se descubrió que las cigüeñas no migraban a la luna —cosa que se daba por cierta en el siglo XVII— sino que viajaban a África cada cierto tiempo en busca de comida, esto es, porque una regresó con una lanza clavada que sólo podía pertenecer a una tribu concreta —algo que cuenta Lucy Cooke en su apasionante La inesperada verdad de los animales (Anagrama)— parece prehistoria, y lo es, al lado de lo que la IA augura en no sólo la clasificación y la comprensión de los patrones de conducta del resto de animales de la Tierra, sino también en una más que posible comunicación real con aquellos de entre ellos que necesiten, o quieran, decirnos algo. No hay pues, nada que temer, y mucho que aprender, siempre que la intención sea, como en este caso, antiantropocéntrica, profundamente empática, buena.

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