Música

Bruce Springsteen despeja todas las dudas con otro concierto para la gloria en Madrid

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Jacobo de Arce

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Dos fantasmas recorrían este miércoles Madrid ante el esperado retorno de Bruce Springsteen tras ocho años de ausencia. Uno era el temor ante el estado de su voz: los conciertos inmediatamente anteriores en esta gira Europea fueron aplazados en el último momento por una afonía. El otro era el de la meteorología: la capital siempre es traicionera en las fechas de la Feria del Libro, y las nubes que la cubrieron durante buena parte del día amenazaban con aguar la fiesta a sus fans. Pero esos miedos no tardaron en despejarse a favor del público: el sol lució por fin desde algunas horas antes de que el espectáculo comenzase, y Springsteen apareció en el escenario en un forma aeróbica y vocal suficientes para que todo saliera bien. Solo había una tormenta posible en el Cívitas Metropolitano, y fue la de puro gozo que desataron él y su E Street Band, que volvieron a brindar tres horas casi exactas de uno de esos conciertos épicos, llenos de clásicos imperecederos y de asombrosa conexión con el público que, quizá sin ser exactamente especiales por la cantidad de veces que ocurren, son siempre memorables.

A las 21:20, con un retraso nada habitual para un tipo que suele ser extremadamente puntual, Bruce salió al escenario y saludó con el entusiasmo acostumbrado, un “Hola Madriiiiiiii” y un “¿estáis preparados?” que repitió tres veces, como si él o alguien pudiera todavía no saber qué era lo que estaba por suceder. Elegante con camisa blanca y corbata y chaleco negros, arrancó con 'Lonsome Days' y una furia de metales y guitarras que parecían marcar territorio en un estadio al que había que amarrar desde el principio, y a la que le siguió 'No Surrender', en esa versión rockera y veloz que suele preferir últimamente. No hubo ahorro en una voz que llevaba lo más lejos posible, como queriendo despejar posibles dudas, aunque en 'Ghosts' enseñase algunas costuras, demostrando que los 74 años (y unas cuantas afonías) van pasando factura, y que ahora quizá necesita más calentamiento que en otras épocas, o simplemente ya no puede seguir siendo la que era. Aunque ahí está, aguantando como puede.

El inicio fue fulgurante, con la banda tocando sus ritmos más veloces y algunos de esos punteos que demuestran que el cantante también sabe tocar la guitarra. No por muchas veces repetido se puede dejar de subrayar la locomotora perfectamente engrasada que es la E Street Band, con el ritmo marcado por el metrónomo preciso que es la batería de Max Weinberg, el brillo extraordinario de los metales y el piano de Roy Bittan y la guitarra de Nils Lofgren situando las melodías donde se merecen. Jack Clemons, el sobrino del mítico Clarence, que sustituyó a su tío al saxo tras su fallecimiento hace unos años, ha conseguido que no se eche de menos a quien una vez se consideró irremplazable. Además, y quizá por su juventud, es el miembro de la banda que más se mueve y más se acerca al líder, el segundo de a bordo en lo que a visibilidad se refiere. Steve Van Zandt hace un trabajo menos efectivo con la otra guitarra, pero es inevitable esbozar una sonrisa cuando se le ve en primer plano: ahí está, gigante en la pantalla mientras comparte micrófono con el jefe, el inolvidable Sil de 'Los Soprano'.

Toda esa riqueza instrumental, sin embargo, se estrellaba una y otra vez contra la calidad de un sonido que era como lo es prácticamente siempre en los estadios: muy mala. Si en la grada de prensa lo que salía del escenario se eschaba como un engrudo con pocos matices, este diario se molestó en preguntar a varios espectadores de pista al terminar el concierto y la opinión fue la misma: que la calidad no estaba la altura del espectáculo, ni tampoco de su precio. En eso, Madrid y Atlético, con sus respectivos recintos, parece que están empatados. A pesar de todo, esa lucha contra los elementos no llegó a empañar más allá de lo soportable un show tan potente que directamente habría que haberlo desenchufado para arruinarlo.

Emociones fuertes

La primera bajada de tempo llega con 'Darkness In the Edge of Town', una de esas canciones sobre los padecimientos del hombre corriente que han convertido a Springsteen en un héroe de la clase trabajadora, aunque ver las camisetas a 50 euros en sus puestos de merchandising nos haya llevado a ponerlo en duda por unos minutos. Cuando entona 'Rockin’ All Over The World', con ese estribillo populista que es “And I like it, I like it, I like it, I like itI li-li-like it, li-li-li, Here we go, rockin' all over the world” ya tiene a todo el estadio desgañitándose con él. Y el primer arrebato de euforia desatada se produce con los compases iniciales de 'Hungry Heart', que Bruce deja cantar al público para luego bajar a entonarla bien pegado a él, con lucimiento de Clemons y los metales a sus espaldas.

Pero no todo puede ser fiesta en un concierto de Springsteen, o no al menos lo que normalmente entendemos como tal. Hay momentos de lágrimas e introspección, como cuando arranca en solitario 'If I Was The Priest', con el único foco encendido sobre él y un estadio a oscuras en el que de repente florecen miles de luces de linterna de móvil, esos mecheros postmodernos que acompañan ahora a los temas emocionantes. Es una canción de su primera época, la más cercana al folk y con un punto gospel, pero que todavía le conmueve, como también lo hace 'My Hometown' y sus recuerdos de una infancia en circunstancias difíciles. Quizá ese sea uno de los secretos de la receta de este artista único: que parece seguir creyendo con fe absoluta en lo que ha hecho, y eso incluye todas y cada una de sus canciones. Como si el cansancio de haberlas repetido en cientos de conciertos durante décadas no hubiera hecho mella en él. Como si no existiera ningún tipo de desacuerdo o incomodidad con lo que se escribió una vez. Una seguridad y una confianza que dan mucha envidia y que demuestran el tamaño de su figura.

Es también esa seguridad, y mucho arte, los que hay que tener para encadenar un himno tranquilo como 'The River', un arrebato de soul ochentero y bailongo, congas incluidas, como es 'Nightshift', la canción de los Commodores que se ha convertido en una de sus versiones favoritas, y un largo parlamento sobre sus inicios en la música y los compañeros que se han ido quedando en el camino ("la pena es el precio que se paga por querer bien", dice) que conduce a una emocionante 'Last Man Standing'. Pero que no haya bajón, que la fiesta continúa: 'Because the Night', de su amiga Patti Smith, 'Wrecking Ball' y 'Badlands' ponen a dar botes a los 57.000 espectadores del Metropolitano, aunque ya no al cantante, que ahora es abuelo y se maneja con paseos más lentos. Después, una 'Thunder Road' en la que se hace evidente cómo la edad le ha ido aclarando la voz al maestro, pero que no ha perdido ni un ápice de emoción en los casi 50 años que lleva siendo una de sus canciones-estandarte, es la guinda para una primera parte que deja el concierto a la temperatura perfecta para que llegue la discoteca que será la propina.

Y ya se sabe que esas propinas, en el caso de Bruce, son más que generosas. Así que el show pareciera volver a empezar de nuevo, pero sin dar tiempo a nada, sin ningún tipo de hueco o bache que pueda hacer que bajen las pulsaciones. Sin tiempo siquiera para acercarse al baño, y eso que el estado de las próstatas en un concierto de público fundamentalmente maduro harían aquí más procedentes algunos pañales que en el concierto de Taylor Swift. 'Land of Hope and Dreams', 'Born to Run', 'Bobby Jean', 'Dancing In The Dark' y 'Tenth Avenue Freeze Out'... se suceden en una discoteca rock en la que no falta el 'Twist and Shout' que popularizaron los Beatles. Es una sección que solo se ve manchada por un incomprensible exceso de luz durante un tramo demasiado prolongado. Quizá porque el anfitrión de esta fiesta quiere ver bien cómo bailan juntos abuelos, padres e hijos, cómo se emocionan codo con codo votantes de Vox y de Podemos en esa gran fiesta democrática que es un concierto de Springsteen, el tipo capaz de embelesar a todo el mundo, incluso a quienes odian el rock.

Cuando llega el final, solo con su guitarra, de nuevo a oscuras, cantando 'I’ll See You in My Dreams', el hechizo está hecho una vez más. Le quedan dos fechas para volver a realizarlo en la capital, y lo hará, como también lo hará en Barcelona. Porque si hay algo que se pueda decir del genio de Freehold a estas alturas es que, al menos en lo que toca a la experiencia-concierto, es tan infalible como lo es Dios para quienes creen en él.