Crítica de cine
Crítica de 'Prisioneros de Ghostland': Nicolas Cage en su salsa
El encuentro entre el radical Sion Sono y el excéntrico actor prometía echar chispas, pero el resultado no es tan sorprendente como se podía esperar. Se le ven demasiado las costuras
Quim Casas
Periodista y crítico de cine
Profesor de Comunicación Audiovisual en Universidad Pompeu Fabra y docente en ESCAC, FX, Cátedra de Cine de Valladolid y Museu del Cinema de Girona. Autor de diversos libros sobre David Lynch, David Cronenberg, Jim Jarmusch, Fritz Lang, John Ford y Clint Eastwood. Miembro del Comité de Selección del Festival de Cine de San Sebastián.
El encuentro entre Sion Sono, uno de los directores japoneses más radicales y desconcertantes del panorama actual, y Nicolas Cage, un actor que desde hace años acepta trabajar en proyectos de lo más estridente con cineastas independientes, prometía echar chispas. Pero el resultado, ‘Prisioneros de Ghostland’, no es tan sorprendente como se podía prever. Cage encarna a un ladrón de bancos encarcelado después de un atraco que termina en un baño de sangre. Un señor de la guerra blanco que viste como un cacique tejano le saca de la cárcel para que encuentre a su teórica nieta adoptiva, una muchacha que había sido prostituida y ha logrado escapar. La particularidad reside en que, para asegurarse de que cumple el encargo, el cacique obliga a Cage a vestirse con un traje de cuero negro repleto de sensores y cargas explosivas que detonaran en determinadas circunstancias. Huelga decir que el viaje está plagado de obstáculos y que el ladrón, tan psicótico como acostumbran a ser los personajes de Cage, acaba imbuyéndose de la rebeldía de la ciudad a la que llega, Ghostland, en oposición a la tiránica localidad de Samurai Town.
La película es como un cómic excéntrico, una comedia negra, un 'thriller' visceral y un relato fantástico pasado de vueltas, todo en un mismo filme, algo habitual en un director a quien, en determinadas películas –y está es una de ellas– se le ven demasiado las costuras.
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