Crítica de danza
Osipova brilla en una galaxia de primeras figuras
La primera bailarina del Royal Ballet latió con intensidad en una noche en la que también volaron alto Sambé, Magurano, Kim y Paixà
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ICULT LICEU DANSA Natalia Osipova ahir al Liceu FOTOGRAFIA DE JOSEP GUINDO / Josep Guindo
Osipova. Estas cuatro sílabas de inequívoca sonoridad rusa son sinónimo de la mejor danza, el gancho del cartel de la Gala del IBStage, que por suerte ha vuelto este verano al Gran Teatre del Liceu. La primera bailarina del Royal Ballet fue recibida en la función del miércoles con un caluroso aplauso al salir al escenario -tal como se merece una estrella de su categoría-, y ofreció en su regreso a Barcelona tras una eternidad (2012, con el American Ballet) una de sus mejores bazas: el pas de deux de El Corsario. Su interpretación, luminosa, subió de repente el listón de la velada, haciendo gala de una excepcional calidad artística que se materializa en la fuerza que emana de su cuerpo como un relámpago. Basta decir que hizo tres piruetas entre fouettés en unos giros de velocidad inaudita. No se dejó eclipsar su partenaire, Marcelino Sambé, primer bailarín del Royal, que exultó en los grandes saltos, ejecutados con majestuosidad y exuberancia. Sin embargo, Osipova, a sus 35 años, enfant terrible de la danza rusa -su curiosidad artística la empujó a abandonar pronto el confort del Bolshoi-, convenció más en la pieza de corte contemporáneo que interpretó en la segunda parte. En Ashes mostró una cara menos circense y más sincera: pareció que hasta se emocionaba con este solo que evoca el pasado doloroso de un pueblo, esbozando pasos del folclore ruso.
Otro de los momentos inolvidables de esta gala en la que se impuso la efervescencia del contemporáneo -con el contrapunto de Kimin Kim en El Quijote, un bailarín de agilidad pasmosa y alegría innata que ya había participado en galas anteriores- lo ofreció el italiano Cristian Magurano, solista deEgri Bianco Dansa. Al ritmo de Richie Havens, Magurano encarnó una pieza de gran plasticidad, Freedom, una coreografía de la paliza y del volverse a levantar.
Un capítulo aparte merece Nachtmerrie, una pieza que abrió la segunda parte con dos bailarines autóctonos de carrera internacional: Elisa Badenes y Martí Paixà, primera solista y primer bailarín del Sttutgart Ballet. Paixà, que ya había participado en la gala de 2017, parecía tener una espalda de reptil inquieto en esta pieza de Marco Goecke que muestra a una pareja -ambos cabizbajos todo el rato- como peleles zarandeados por no se sabe qué hilos azarosos. Con los brazos rígidos en primera posición cual monigotes de juguete, se enredan y desenredan sin mostrar ninguna emoción y causando una especie de estupor en el público. Sin duda, fue una de las piezas que se recordaran de la noche.
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