Alaska, la última frontera

Mucha gente se ha instalado en Alaska pensando que es el lguar ideal para empezar una nueva vida. Pero los imprudentes que lo han hecho con una visión idealizada de la naturaleza no han acabado bien

Parque Nacional Denali, en Alaska.

Parque Nacional Denali, en Alaska. / periodico

XAVIER MORET

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En Alaska todo el mundo tiene una historia que contar. La tenía, por ejemplo, Gabriela, la camarera latinoamericana que me atendió en el único bar de Glennallen, un pueblecito en medio de la nada: “Aquí sólo puedes venir por amor o por ganas de aventura”, me dijo. “Yo vine por amor, pero la historia se acabó… y ahora me doy cuenta de que esto es muy aburrido, hace mucho frío en invierno y en el súper todo es hasta tres veces más caro. Si sigo aquí es para no estar lejos de mis hijos”.

Gabriela no parecía muy contenta de vivir en Alaska, pero me encontré con jóvenes con mentalidad de pioneros que me hablaban de la poderosa naturaleza de aquella tierra como si fuera del mismísimo paraíso. Al fin y al cabo, Alaska es la “última frontera”, un estado ahíto de naturaleza en el que abundan los osos, alces, caribús y ballenas.

Estados Unidos compró Alaska a los rusos, en 1867, por 7,2 millones de dólares. La compra recibió críticas en su momento, pero cuando estalló la fiebre del oro, a partir de 1897, quedó claro que los norteamericanos habían hecho un buen negocio.

Jack London es el escritor que mejor ha sabido describir Alaska como un estado en el que la aventura es posible. Lo hizo en novelas como 'The call of the wild', que durante un tiempo se tradujo mal como 'La llamada de la selva' (¡No hay selvas en Alaska!; debe ser 'La llamada de lo salvaje') o en narraciones sobre la fiebre del oro.

London nació en 1875 en San Francisco y, tras una infancia difícil, relató en sus libros la vida de aventurero que le llevó en 1897 a buscar oro en Alaska. Vivió años duros en Klondike, donde pilló el escorbuto, pero acabó triunfando como escritor. En 1910 compró un rancho en Sonoma (California) y se convirtió en granjero, pero la experiencia no fue bien. Murió en 1916, a los 40 años de edad.

“Me convertí en vagabundo”, escribió London, “por la cantidad de vida que había dentro de mi, por la pasión de viajar que palpitaba en mi sangre y que no me dejaba tranquilo”.

MEJOR IR PREPARADO

Esto es lo mismo que les sucede a muchos jóvenes de hoy que se largan con lo puesto a Alaska. El mejor ejemplo lo tenemos en Christopher McCandless, protagonista del libro 'Into the Wild' (1996), de John Krakauer, sobre el que Sean Penn hizo una película en 2007. Christopher era un buen estudiante de familia acomodada que un día decidió cortar con todo y se lanzó a la carretera como un vagabundo. Adoptó el nombre de Alex Supertramp y murió en Alaska en 1992, a los 26 años, en un autobús abandonado en el Parque Nacional de Denali. Estaba convencido de que había llegado al paraíso, pero se preparó muy mal. El duro invierno y la falta de alimentos acabaron con él.

En Talkeetna, no muy lejos de Anchorage, me encontré con un joven que parecía movido por el mismo espíritu que Alex Supertramp. Fue en el Fairview Inn, una taberna decorada con una gran piel de oso, la cabeza disecada de un impresionante buey almizclero y unas cuantas fotos de la época de los pioneros.

Mientras me bebía una Alaskan Beer, mi vecino de barra me contó que había llegado hasta allí porque quería “fundirse con la naturaleza”. Tanto por su aspecto como por su expresión ausente me recordó a Alex Supertramp. O a Timothy Treadwell, el ecologista que quería abrazarse a los osos que nos muestra la película 'Grizzly Man' (2005), de Werner Herzog.

Timothy tenía tan idealizada la naturaleza que pensaba que los osos no te hacían nada si no los provocabas. Pasó 13 veranos en Alaska, cerca de sus animales preferidos. En 2003 acampó con su novia en el Parque Nacional de Katmai. No regresó con vida: los osos acabaron con ambos.

Por supuesto que no todos los que deciden iniciar una nueva vida en Alaska están tan iluminados como Christopher o Timothy. En Fairbanks, por ejemplo, conocí a Jerry, hijo de un misionero evangélico que había llegado allí cincuenta años antes. “Alaska es una buena tierra para crecer”, me dijo. “Tengo muy buenos recuerdos de cuando era niño. La naturaleza estaba por todas partes”.

Cuando le dije que venía de Barcelona, me comentó: “He leído algo sobre las ganas de independencia de algunos catalanes… Pienso que a Alaska le iría bien ser independiente. Aquí hay demasiados funcionarios que trabajan para el Gobierno. Pasa lo mismo que en Grecia”.

DE FLORIDA AL FRÍO

Más adelante, en Trapper’s Creek, conocí a Renée, una animosa mujer que me contó que habían viajado a Alaska con su marido para celebrar su décimo aniversario de boda. “Nos gustó tanto”, me dijo, “que cuando perdimos nuestro trabajo en Florida decidimos volver aquí para abrir un Bed & Breakfast”.

“Y no nos arrepentimos”, añadió. “Alaska nos encanta; la naturaleza es única y la gente es mucho más amable y solidaria que en Florida. Aquí sabes que si te ocurre algo todos correrán a ayudarte”.

A Renée se la veía feliz en su Bed & Breakfast con vistas al monte Mckinley. Con la mirada fija en el horizonte, me insistió en que tenía muy claro que Alaska era la tierra ideal para empezar una nueva vida. Se la veía tan convencida que un día de estos igual me decido y me largo para allá. Más que nada para comprobar si es verdad.

En episodios anteriores...

1. Los Mares del Sur

2. Volver a empezar en Australia