Tribuna
Literatura de verdad
Es difícil escribir sobre un amigo cuando acaba de morir, porque es en la muerte cuando las palabras se convierten solo en sonidos, en garabatos negros sobre el papel. Solo después nos damos cuenta de que curan o, si no lo logran plenamente, al menos calman el dolor. Escribo pues sobre Ana María Matute, que se ha ido a los 88 años, una mujer anciana, menuda, fotografiada en su silla de ruedas en los últimos tiempos; y sin embargo es la imagen de una niña la que acude a mi cabeza. Esa niña que protagoniza tantas de sus historias, también la que nos deja como un último regalo: Demonios familiares. Esa niña de ojos grandes y mirada directa -entre la indagación, el asombro y el espanto- que ella misma fue un día y que la siguió habitando hasta el último momento. «Nos morimos niños viejos», me dijo una vez, hace ya tres décadas, en su apartamento de Barcelona mientras tomábamos un whisky y me leía fragmentos de la novela que escribía y reescribía incesantemente desde hacía años: Olvidado rey Gudú. Creo que tenía razón.
Una escena en Puerto Rico
Otra imagen más reciente acude ahora a mi memoria. Una escena vivida en el 2011, en San Juan de Puerto Rico durante el Festival de la Palabra. Ana María estaba sentada en un patio, en plena noche calurosa, rodeada de buenos y reconocidos autores mucho más jóvenes que ella: Santiago Roncagliolo, Karla Suárez, Iván Thays, Guadalupe Nettel, Andrea Jeftanovic... Ella sostenía en la mano una copa de vino blanco y hablaba de literatura. No hablaba de ventas ni de editores ni de críticas ni de premios. Hablaba de literatura, de personajes que sufrían y soñaban, de sombras y miedos, de palabras capaces de despertar cosas que ni siquiera sabíamos que llevábamos dentro. Y sus jóvenes colegas la miraban con la fascinación y la gratitud dibujadas en el rostro. Estaba hablando de literatura. De la de verdad. La que no depende de éxitos ni de fracasos. La que consigue nombrar el mundo y, a la vez, construir un mundo propio. Eso ha sido Ana María Matute, una Escritora con e mayúscula en unos tiempos mezquinos, como quizá lo sean todos, que nunca consiguieron encasillarla, porque su escritura anduvo entre el realismo y la fantasía como esos gitanos que tanto le gustaban, errante y misteriosa, sin dejarse atrapar por normas ni dictados. Podemos consolarnos pensado que nos quedan sus palabras. Como lector, es cierto. Como amigo, no basta.
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