La ópera como arte

Encantado con las grandes polémicas, Gérard Mortier nos deja un legado extraordinario

JOAN MATABOSCH

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Gérard Mortier defendía la ópera como un espectáculo «profundo, existencial y popular». Emocional, pero también alejado del sentimentalismo. Era consciente de la dialéctica que subyace en el arte de la ópera, entre una forma de diversión y un arte capaz de «enriquecer y producir la catarsis de la tragedia griega». Concebía la ópera como un producto genuinamente artístico capaz de expresar emociones, por oposición a un entertainment decorativo, vacío, autocomplaciente con su gloria pasada y perfectamente prescindible. Lamentaba que en nuestra época el consumo haya acabado siendo más importante que la creación, la cantidad más que la calidad, el periodismo más que el análisis, de forma que al final el intérprete haya acabado siendo más importante que el creador. No quería trabajar con estrellas, sino con grandes artistas. Creía que hay que incitar a la gente a escuchar más que a oír, a averiguar más que a ver, a entender culturas y no solo lenguajes.

Estaba convencido de que la tradición solo tiene sentido si se la recrea desde la modernidad y al mismo tiempo que la originalidad de una idea solo es perceptible si se la confronta con la tradición.

Estaba encantado con las grandes polémicas. Nunca fue partidario de la mano izquierda ni de la diplomacia con nadie: ni con políticos, ni con artistas, ni con agentes intermediarios, ni con patronos, ni siquiera con los espectadores. Ha dejado un legado extraordinario en el Théâtre de La Monnaie de Bruselas, que convirtió en uno de los centros de producción más creativos de Europa; en el Festival de Salzburgo, donde tuvo que lidiar con las resistencias de los nostálgicos de la era de Herbert von Karajan; en el Festival de Ruhr,  donde se le veía encantado de poder utilizar espacios nada convencionales; en la Ópera de Paris, que intentó renovar enfrentándose a resistencias que acabaron por borrar su legado de un plumazo decantando la institución hacia la línea artística más antitética a lo que representaba su herencia; y en el Teatro Real de Madrid, consciente de poseer su legado como un capital valiosísimo de la institución que hay que preservar.