Tiempo de desasosiego
El virus de la confusión
La imprescindible creencia en la ciencia vacila con la misma intensidad en que nos niega una solución inmediata, y no será por falta de dedicación
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Un corredor aplaude a personal sanitario en el paseo marítimo barcelonés / periodico
“Vivo sin vivir en mí”. No hace falta ponerse místico ni siquiera ser creyente para que más de uno haga suyo estos días el famoso poema de Santa Teresa. Tal es el momento de turbación que vale cuando sigue: '¡Qué duros estos destierros, esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida!'.
Hubo un tiempo en el que una parte de la España franquista confiaba sus dudas existenciales y desvelos sentimentales, aunque no solo, a los consultorios radiofónicos. El más famoso fue el de Doña Elena Francis. Tenía respuesta para todo si bien todas destilaban el mismo aroma: moralismo protector, resignada sumisión, supeditada tradición y tono conservador. Así, el programa que inició Radio Barcelona en 1947 para vender productos de cosmética y combatir patas de gallo, eliminar arrugas, promocionar cremas depiladoras y leche de pepinos se convirtió en la mayor y más eficaz campaña de márketing nunca inventada. Y durante 37 años fue fiel a una audiencia, no solo femenina, que vio evolucionar sus incertidumbres. De los remedios caseros iniciales para quitar las manchas del tresillo, ampliar recetas de cocina o preparar ungüentos para combatir sabañones, se pasó a los problemas del corazón que podían ser contestados al amparo de la Santa de Ávila cuando asumía que: “Solo con la confianza vivo de que he de morir porque muriendo, el vivir me asegura mi esperanza”.
También son estos, como aquellos, tiempos de desasosiego. La imprescindible creencia en la ciencia vacila con la misma intensidad que esta nos niega su solución inmediata. Y no será por falta de interés y dedicación. Cada día se publican hasta 700 estudios científicos que intentan alcanzar la cima del éxito para combatir al maldito virus. Mientras, los médicos aplican lo que tienen, saben, deducen y prueban para evitar que la muerte avance. Aun así, el número de fallecidos en el mundo se cuenta ya por centenares de miles y los contagiados por millones.
Las prisas sociales que inocula la exaltación de la sociedad de consumo son enemigas de la paciencia científica
Las prisas sociales que nos inoculó la máxima exaltación de la sociedad de consumo son enemigas de la exigente paciencia científica. Cualquier ensayo clínico necesita su proceso y aunque ahora las urgencias, las necesidades y las presiones pretendan acortarlo, no puede reducirse a la lógica ansiedad humana. Lo mismo nos pasa con las medidas de desescalada expuestas. Necesitamos saber porque queremos vivir. Y las dudas que proyectan quienes suponemos que nos protegen nos dejan una extraña sensación de desamparo. Si cada persona es un mundo y cada familia un universo, la casuística no tiene límites. Preverlo todo es imposible y contestarlo una quimera. Tampoco se ha aprovechado la ocasión para potenciar la responsabilidad individual como han hecho los países del norte. Claro que a ellos les viene de cultura mientras que entre nosotros la tentación del Estado paternalista y el Gobierno protector condiciona a una parte de la sociedad que, llevada por el miedo primero y la vacilación después, se muestra incapaz de dar un paso por sí misma si antes no ha recibido el libro de instrucciones. Normas precisas y concretas por invasivas que acaben siendo.
Es lógico pues, que las ruedas de prensa se hayan convertido en un largo cuestionario fruto de las dudas de las personas, los miedos de las familias, las quejas de las empresas y los nervios de los colectivos.
Con el nostálgico 'Indian Summer' de Victor Herbert de sintonía podríamos recuperar y amenizar el consultorio Francis. Y allí donde las locutoras empezaban con un tierno “querida amiga”, los expertos podrían pronunciar un “sufrido ciudadano”.
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