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Desde Rusia con ardor

Esta semana se han cumplido 20 años desde la llegada al poder de Vladímir Putin, líder polémico, astuto, deportista, abstemio y controlador

Vladímir Putin, jugando con perros.

Vladímir Putin, jugando con perros. / periodico

Josep Cuní

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En los alrededores de Ekaterimburgo, en plenos Urales, un monolito sitúa la inexistente frontera entre Europa y Asia. Un supuesto punto de encuentro de dos continentes que se dan la mano en el corazón de Rusia. A pocos kilómetros de donde fue asesinado el último zar y se mantienen los símbolos soviéticos, donde la espesura de los bosques iguala el paisaje y todo queda lejos. Allí nació Boris Yeltsin, el hombre que le plantó cara a la 'nomenklatura', que fue sometido a todo tipo de amenazas y a una destitución a la que respondió rodeando con tanques y atacando el Parlamento gracias al fervor que provocaba su desafío por parte de unos ciudadanos hartos de tanta restricción. Sus deseos se truncaron a causa de una profunda crisis económica fruto de unas reformas que castigaron a una población que no estaba preparada para saltar sin red del comunismo al capitalismo. Las privatizaciones se confundieron con la corrupción y el descontrol con la libertad. Tanto era el fervor consumista de Yeltsin que en su primer viaje a Estados Unidos quiso visitar un gran supermercado para conocer la opulencia de la despensa. Y en una visita a Barcelona se hizo operar de una hernia discal a costa del presupuesto del programa televisivo que le había invitado. Mientras, y durante la recuperación, su equipo vaciaba diariamente los muebles bar de las habitaciones del hotel donde el aroma de alcohol se convirtió en el ambientador de planta. Una década después, cuando la estadística le daba un paupérrimo 2% de popularidad, dimitió. Y en esas llegó Putin.

Vladímir Vladimirovich Putin (Leningrado, Unión Soviética, 7 de octubre de 1952) ha tenido la capacidad de saber estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Se había colado en las filas del disidente Yeltsin y a los dos años ya era su primer ministro. Lo hizo después de dirigir la agencia heredera del KGB, a la que ya había pertenecido como agente destinado en Dresde (Alemania Oriental) hasta la caída del muro de Berlín. El símbolo del final de una era le pilló quemando documentos, disimulando su interés por la cerveza que le había hecho engordar 12 kilos en 5 años, borrando sus antecedentes como espía en connivencia con la Stasi y llevándose a Moscú la lavadora del apartamento. El capitalismo que admiraba su protector se convirtió en el objetivo que marcaría su ruta hacia la cúspide. Y esta semana se han cumplido 20 años desde que se instaló en ella.

Como en el tango, 20 años no es nada, a tenor de cómo valoran los rusos a su líder. Quieren más y empiezan a lamentarse por el día de su marcha dentro de cuatro años si, como ya hizo en su momento, no encuentra otra brecha que le permita burlar sus propias leyes y quedarse hasta el embalsamamiento. Y es que, lejos de las grandes ciudades donde una tímida oposición clama en su contra, Putin es altamente valorado. Regala tierras para ocupar y trabajar amplias zonas despobladas, contesta en directo las preocupaciones ciudadanas en un programa mensual de televisión, se apoya en la Iglesia ortodoxa, que lo venera por haberla devuelto a la vida, y potencia el orgullo de ser ruso independientemente de la parte del mapa en el que se ha nacido, rasgos o enemistad anterior. Caso de Chechenia, donde la paradoja hace que le vote el 90% de la población que padeció los bombardeos que él mismo ordenó durante la segunda guerra de aquella república. Lo que compensa invirtiendo en mezquitas, rascacielos y centros comerciales. Y eso lo ha conseguido a pesar de las dimensiones del país. Los kilómetros entre San Petersburgo y Vladivostock equivalen a los que hay entre Madrid y Los Ángeles. Así pues, como para él la distancia no es el olvido, uno se lo imagina controlando, de paso y sofisticadamente, a buena parte del planeta.

Un líder formado en el KGB

Esta semana se han cumplido 20 años desde la llegada al poder de Vladímir Putin. Desde la cúspide, adaptó las leyes a su conveniencia para volver a presidir Rusia sin dejar de mandar. Y se autorrelegó a primer ministro como paso táctico para recuperar la presidencia. Líder polémico, astuto, deportista, abstemio y controlador, ha conseguido que su país vuelva a ser considerado una potencia para satisfacción de sus compatriotas y preocupación de sus adversarios. Según sus opositores, dos etapas en el KGB de algo le habrán servido.