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Un indigente pide caridad en la calle de Pekín con un QR, para que le hagan la transferencia directamente

Un indigente pide caridad en la calle de Pekín con un QR, para que le hagan la transferencia directamente / ADRIAN FONCILLAS

Adrián Foncillas

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El señor Zhang me miraba con interés antropológico cuando le dejaba algunas monedas a la salida de un supermercado de productos importados: un tipo razonablemente joven con dinero en efectivo es una anomalía estadística en China. Capitulé el pasado año tras una numantina e insensata lucha contra el progreso porque mis días eran ya inasumiblemente áridos. Operó de detonante la compra de unos plátanos en la que volví a invocar la obligación legal de aceptarme los billetes y la frutera deambuló durante media hora por los comercios de la zona hasta juntar el cambio. La vida sin dinero en el bolsillo brilla más. Incluso el señor Zhang, uno de los tres mendigos del distrito céntrico pequinés, tres literalmente, recibe más limosnas ahora que en aquellos lejanos tiempos de metales y papeles.

Fue China el primer país en usar los billetes y será el primero en erradicarlos. Su carrera hacia la sociedad 'cash free' o sin dinero en metálico es tan vertiginosa como tantas otras en un país que una generación atrás estaba en vías de desarrollo. Ha necesitado poco más que una década. Sin la ayuda de las recomendaciones higiénicas de una pandemia y sin escalas. Nunca triunfaron aquí las tarjetas de crédito, apenas sacadas de la cartera con aspavientos por algún ricachón con ínfulas en los restaurantes. Las extracciones de efectivo encadenan caídas anuales sin freno y es palmaria la desaparición de cajeros en Pekín.

Fósiles para coleccionistas

El dinero físico ya es superfluo en China y los billetes, siempre con el rostro de Mao, pronto serán fósiles para coleccionistas. En Shanghái o en una aldea polvorienta de Mongolia Interior puedes comprar chicles o un televisor de plasma con el teléfono, pagar el taxi o un billete de avión. Basta con acercarlo a esos rectángulos con patrones aleatorios de cuadraditos blancos y negros. Japón inventó los códigos QR en los años 90 pero ningún país los ha exprimido más y mejor que China. El 86 % de todos los pagos a finales del pasado año en China eran ya con teléfono y, según los cálculos de una universidad británica, la proporción del dinero físico sobre el circulante había caído al 3,7 %. “China lidera la carrera global para convertirse en la primera sociedad sin efectivo”, titulaba la prensa nacional.

A su éxito contribuyó, además de su agilidad y otras objetivas ventajas, un par de factores. Uno es el comprensible empuje gubernamental. Estimulan el consumo, dificultan la corrupción y, en general, facilitan el control de la ciudadanía. Ya es posible saber qué compras o pagas, cuándo y dónde. El otro es el entusiasmo infantil con que los chinos reciben cualquier adelanto tecnológico que mejore sus vidas, sin los sesudos debates éticos ni las invocaciones de la privacidad que los lastran en Occidente.

Ocurre que los pagos con el teléfono facilitan tanto la vida a los que vivimos aquí como se la complican a los que vienen. El grueso de operaciones se realizan a través de las aplicaciones Alipay y Wechat, vinculadas a una cuenta bancaria china, así que no hay paraíso digital sin abrazar el ecosistema financiero nacional. El Gobierno se esfuerza en atraer el turismo cuando la economía pasa por turbulencias y, aunque las cifras totales sugieren cierto optimismo, un vistazo más detallado descubre que muchas entradas llegan de Hong Kong, Macao o la diáspora china. Los 35 millones de visitas de extranjeros son apenas el 8,4 % del total del pasado año y un tercio de las registradas antes de la pandemia. Los arduos pagos son señalados como una de las principales causas que alejan a los extranjeros de China.

Así que el Banco Central aprobó una batería de medidas para aligerarles el trámite. Obligó a los negocios vinculados al turismo a aceptar las tarjetas de crédito extranjeras que antes despreciaban. Multó a siete compañías, entre ellas la cadena de comida rápida KFC, por rechazar los pagos en metálico. Y dirigió su atención a Wechat y Alipay, los gigantes del sector. Al fin y al cabo no es más que una traba tecnológica en un país que acaba de traer rocas del lado oculto de la Luna. Ambas permiten ya vincularse a una cuenta bancaria extranjera. El trámite, algo azaroso en un principio, se ha perfeccionado.

Persisten algunos contratiempos: la brecha tecnológica, más acentuada entre los viajeros mayores, y la reticencia a darle los datos personales a una pérfida dictadura comunista. También hay buenas noticias para los que temen que Xi Jinping sepa dónde compra los plátanos. Alipay ha subido la cantidad anual que permite gastar a los que optan por el registro anónimo de los 500 a los 2.000 dólares anuales.

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